Aterran los convulsos efectos de la violencia, que nos mantiene en vilo. Ensangrienta el hogar, azota el comercio y explosiona en las calles con homicidios, robos y atracos, con una delincuencia y criminalidad que, desafiante, se apertrecha con armas de alto calibre, adopta modalidades inéditas, forma redes a las que se integran militares y policías.
La ola delicuencial se expande con virulencia frente a una ciudadanía indefensa y una crisis de confianza, por el descrédito de los organismos de seguridad y del sistema jurídico.
Noche y día, a toda hora y en cualquier lugar nos amenaza el crimen organizado; nos estremece una violencia expresada en la alta frecuencia de feminicidios y suicidios, violaciones sexuales, desapariciones y asesinatos horrendos.
Crímenes con signos de sadismo, de conductas disociales, de mentes distorsionadas por la droga y el alcohol, en nociva simbiosis con frustraciones y resentimientos ante una sociedad excluyente, extremadamente desigual, extravagantemente ostentosa. La desigualdad y la pobreza que conllevan a la exclusión y a la falta de oportunidades, el efecto provocado por la privación y frustración, desencadenan un comportamiento violento individual y grupal, más preocupante aún por el alto protagonismo de adolescentes y jóvenes en hechos delictivos.
Claman soluciones. Nuevas formas de ataque, cada vez más audaces y brutales, atemorizan a una población en pánico que se arma como si estuviera en guerra, al no encontrar resguardo en su casa, calles ni plazas, que reclama seguridad a gobernantes incapaces de ofrecer soluciones.
Apelan a autoridades sin más respuesta que violencia contra la violencia, sin una estrategia efectiva que paralelamente a los programas de prevención, control y sanción del crimen, enfrente las causas estructurales, los factores de riesgo, económicos, sociales y culturales que inciden en este complejo fenómeno con profundas raíces en la corrupción y la impunidad, en una cultura de la violencia y una estructura social represiva, explotadora, excluyente y autoritaria.
Será determinante erradicar el modelo delictivo que permite a delincuentes políticos y empresariales, a encumbrados narcotraficantes regodearse en su riqueza sin sanciones,
Multidimensional. Se trata de un complejo fenómeno multidimensional y multicausal que debe ser abordado desde diversos ámbitos de forma simultánea.
La agenda nacional carece de visión estratégica que hagan efectiva las políticas de seguridad pública. La intervención estatal frente al delito tiene muy altos componentes de violencia y corrupción que agravan el problema y dejan la sensación de vulnerabilidad.
El actual Gobierno y sus predecesores han aplicado por décadas medidas reactivas concentradas en esquemas que priorizan lo represivo y dan un rol protagónico a los cuerpos de seguridad, lo policial y militar, un método fracasado en el país y en América Latina.
Consecuentemente, la delincuencia y el crimen organizado muestran un rostro cada vez más feroz, bestial. Depravación, saqueos, asaltos en carreteras y plazas comerciales; homicidios escalofriantes que dejan a sus víctimas descuartizadas, brazos o piernas cercenados.
Las causas se entremezclan. La delincuencia tiene añejas raíces en la desigualdad social, cada vez más extrema; desempleo y falta de oportunidades, la descomposición social, decadencia moral y crisis familiar, potenciados con el consumo y tráfico de drogas y fácil acceso a armas de fuego.
A este flagelo no es ajeno la postergación de problemas socioeconómicos, al agravamiento de las condiciones de vida de la mayoría de la población que no se beneficia del crecimiento económico, a la incertidumbre sobre futuro inmediato.
Tiene gran incidencia la desatención de necesidades vitales: agua, luz servicios de salud y educación de calidad; la afrenta del enriquecimiento desmedido de los responsables de buscar soluciones, salarios de hambre frente a sueldos desproporcionadamente elevados.
Esos y otros males intrincados generan una violencia que se expresa en el tránsito, en manifestaciones anómicas de una sociedad machista, autoritaria, proclive al delito, con alta propensión a violentar normas y códigos conductuales que rigen la convivencia social.
Conformamos una sociedad violentamente estructurada, del hogar al Estado, en la escuela y las instituciones que manejan la violencia con respuestas violentas. Una violencia fomentada desde altas instancias estatales con represión y abusos de poder, reproducida en el estilo tradicional del ejercicio político, la forma de gobernar, de educar, que se propaga por todo entramado social.
Mientras, la violencia desgarra el tejido social con niñas y niños abusados, suicidios de adolescentes y cada joven que cae en las garras de la delincuencia, de las drogas y el alcohol.