Delincuencia y ética cívica

Delincuencia y ética cívica

JESÚS ELÍAS MICHELÉN
El tema de la delincuencia arropa el espacio público político a través de la prensa escrita, radial y televisada. Aparenta ser un fenómeno de súbita aparición, que cual huracán, azota de repente a la nación. Esta perspectiva inmediatista reduce la efectividad de las posibles soluciones. El incremento de la fuerza policial, su entrenamiento especializado, el endurecimiento de las penalidades a los infractores, son medidas que solo pueden paliar la situación. Si tomamos en cuenta el estado actual de nuestras Instituciones, entonces los resultados serán todavía menos perceptibles.

Desde los intentos democráticos de la última República, en especial, desde el primer gobierno balaguerista postrujillo, se ha ido incubando en toda la estructura de la sociedad dominicana una generalizada corrupción económica y política, que tras años de lento y decidido crecimiento, alcanzó su máximo en la pasada gestión de gobierno. Desde el saqueo de los bienes de la nación tras la muerte del dictador -con la intervención de «conspicuos» ciudadanos-, hasta el descarado latrocinio de parte de funcionarios y altos militares de los escasos bienes del Estado, durante los sucesivos gobiernos. Todo al son de una descarada exhibición de riqueza y podredumbre, que inexorablemente ha estado, como arena movediza, cubriendo todos los niveles de la sociedad.

Esta violencia contra los ciudadanos -manifiesta en la visible desigualdad social, política y económica, en la perversión de todo el estamento judicial-, que trajo en su cortejo la desbordada corrupción privada y estatal, produjo como consecuencia el incremento de una subclase social cuya existencia se desenvuelve en estratos de pobreza crónica, que mal vive en un ambiente de delincuencia violenta, de drogas, de creciente desempleo y baja educación, y sobre todo, con una total ruptura de la estructura familiar.

El entorno humano de nuestras clases sociales menos favorecidas se fue deteriorando progresivamente ante la mirada indiferente de políticos corruptos, arribistas sociales, y falsos empresarios creados bajo la sombra del poder. Todos permanecían ensoberbecidos en el disfrute de la riqueza mal habidas, entretenidos en la búsqueda de nuevas fuentes de placer, enfrascados en perversas competencias de un lujo provocativo y obsceno, mientras bajo sus pies, la violencia duramente reprimida fue desbordando sus cauces, hasta hacerse hoy incontenible. Nadie está hoy a salvo de la delincuencia. Ni los pobres ni los ricos. La sociedad en todos sus niveles está ya consciente que el mal de la corrupción ha penetrado todas sus instituciones, y con ello, ha desvirtuando los fines propios para las cales fueron creadas, perdiendo así su legitimidad frente a la población. Y esto sin duda es causa fundamental de la violencia que padecemos: la inoperancia de nuestras instituciones.

Cabe recordar que las instituciones de la vida pública poseen -quieran o no- una ética que las hace comportarse de forma adecuada si están altas de moral, con lo cual adquieren sentido y legitimidad, o por el contrario, se desvían de los fines propios que las constituyen, por lo cual están desmoralizadas, y por tanto, pierden su legitimidad. La ética para las instituciones públicas lejos de ser un simple adorno constituye un imperativo pragmático de supervivencia.

Durante los últimos cuarenta años de vida ciudadana, hemos estado desarticulando el conjunto de valores y normas que como nación compartimos, es decir, la sociedad ha venido sufriendo un permanente deterioro de su ética cívica, nos estamos progresivamente desmoralizando, cada vez estamos más escasos de la racionalidad necesaria para mantener un proyecto de nación, una nación viable, una sociedad decente. Esto se manifiesta en una generalizada desconfianza social y en el descrecimiento en nuestras instituciones. La ética civil contiene de suyo, aquellos elementos comunes de justicia debajo de los cuales no puede caer una sociedad, sin riesgo de situarse bajo niveles de inmoralidad.

Nos contaba Kant en La Paz Perpetua -hace ya dos siglos-, que hasta un pueblo de demonios, con escaso sentido de la justicia, será capaz de mantener un Estado de Derecho, siempre que sea racionales. Hasta un pueblo de demonios, siempre que hagan uso de su razón, tratarán de ordenar su vida de acuerdo a una constitución; aún cuando en su interior estén propensos a delinquir, se someterán al imperio de la ley, pues son conscientes, como seres racionales, que en ello se juegan la tranquilidad de su hogar, el respeto a sus bienes, y su vida misma.

Es tiempo ya que nosotros los dominicanos, en el ejercicio de nuestra razón, iniciemos sin demora la reconstrucción de una ética cívica que nos permita afrontar los retos del presente. Porque si no lo hacemos, tal vez más adelante no tengamos futuro.

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