La ejecución de estrategias para encauzar nuestra averiada sociedad es tarea a la que se dedica el actual gobierno. Se empeña con urgencia en dos problemas, respondiendo a las exigencias de la ciudadanía y de la comunidad internacional que desea visitarnos: disminuir la delincuencia y adecentar la policía.
La Policía Nacional, toro difícil de lidiar, viene evadiendo su saneamiento desde la caída de la tiranía. Ni siquiera Joaquín Balaguer pudo con ella. Recordemos aquel intento, fallido y breve, de colocar oficiales de las Fuerzas Armadas en su jefatura. Al parecer, al pragmático y travieso presidente, ni le convino ni pudo ordenar la gendarmería. Abrió y cerró, dejando que la enfermedad siguiera su curso hasta nuestros días.
Someter la delincuencia, quitarle el dominio de la cotidianidad, es otro empeño de la actual administración. Han puesto en marcha el Plan de Seguridad Ciudadana, que tiene, fíjense bien, como principal e indispensable ejecutor, a nuestros inefables hombres de gris, cuyos hábitos malhechores son harto conocidos dentro y fuera del país, a tal punto que hoy es imposible diferenciar entre el gendarme y el bandido.
Pero supongamos, dado el carácter confesional del Estado, el concordato, las bendiciones de la curia, y los cientos de millones que le regalamos a la Iglesia, que se produzca el milagro: los altos mandos de la policía cambian sus retorcidas costumbres y la delincuencia se va aplacando. Les puedo asegurar que ese fantástico paraíso duraría lo mismo que un escándalo, muy poco.
El fracaso es inevitable. Todas esas acuciosas, y al parecer bien asesoradas, estrategias adolecen del mismo defecto: Ignoran cuatro factores que, a mi entender, son indispensables para cambiar colectivos humanos y reestructurar instituciones: la dinámica grupal, los orígenes de la conciencia moral, el propósito civilizador de las leyes, y la realidad social del individuo.
Acaso puede disciplinarse una institución en la que, a pesar de las comprobadas violaciones legales de sus altos mandos, no se ha producido un juicio público ni sentencia alguna. Muchos de ellos disfrutan despreocupados de riquezas inexplicables fruto de su labor policial. ¿Cómo puede formarse una conciencia moral en una tropa dirigida por superiores que delinquen sin consecuencia alguna y, para mayor degradación, los apandillan en beneficio propio? La dinámica grupal que allí opera, al igual que entre políticos, es la de un apoyo irrestricto a la corrupción.
¿En qué cabeza cabe que, en una sociedad de analfabetos, desempleados, ladrones impunes, y con un sistema judicial que hace goteras, puede darse al traste con la delincuencia? El milagro brasileño, que pretende emular el gobierno Dominican style, tiene muy en cuenta esos cuatro factores, ¡y de qué manera! En Brasil son constantes los ejemplos moralizadores. No se lo piensan dos veces para meter preso a quien se lo merezca.
No exagero al decirles que los esfuerzos presidenciales serán inoperantes, pues ignoran factores psico-sociales indispensables para el cambio. Preparémonos para escuchar nuevos planes, nuevos jefes policiales, y seguir sufriendo pillos en motores, o en Mercedes.