PEDRO GIL ITURBIDES
Los criminales jamás sospecharon el encono social que despertaría la muerte de la jovencita Vanessa Ramírez Faña. De haber intuido que ese nefando crimen desataría la reacción social que ha despertado, habrían ido a robar y matar por otros lados. Comprenderán ustedes que Vanessa fue el detonante.
Pero cuanto se escribe y habla sobre Vanessa, resume la indignación de muchos sectores de la opinión pública. Son los constantes asesinatos, robos y atropellos que suceden sin que parezca existir límite para su ocurrencia, lo que despierta el enfado social.
Por supuesto, habrá de amainar el flujo de las protestas.
Las desbordadas emociones se aquietarán con el paso de los días, porque ello es propio de la condición humana. Lo que no se borrará es el dolor de la familia de la joven cuya muerte incitó este reperpero social, como tampoco el luto de todos los otros asesinados por la maldad que distingue esta época.
Estos otros, innominados ahora, no tienen quién le escriba. Pero el llanto y el recuerdo de su existencia no se desvanece en la memoria de los suyos.
Contribuirá a que se apague el descontento, el tono de las opiniones contrarias a la prolongación de las penas de encarcelamiento. Las he escuchado con atención. Como todo punto de vista, los que se oponen a la prolongación de las penas creen que las cárceles son centros de rehabilitación. Creen, además, que el encierro por sí mismo no asegura el arrepentimiento. Después de todo, ¿a qué nivel de una condena, la voluntad desbridada choca contra los restos de una conciencia moral que despierta entre rejas?
Los estudios psicológicos no han determinado el tiempo en que ello ocurre.
Pero lo que sin duda podrían determinar tales estudios, si fuesen realizados, es que ello no ocurrirá, por estos tiempos, en las cárceles dominicanas. Pese a los esfuerzos que se realizan para mejorar las condiciones de estas instituciones, el deterioro ético de amplios sectores, impide una conversión plena. Se montan cursos para dotar a los encarcelados, de oficios que les permitan reincorporarse a la sociedad.
Se amplía la vigilancia sobre las penitenciarías. Se cambian las dotaciones policiales cuando las denuncias sobre hechos censurables desbordan el ámbito carcelario. Pero ningún intento, por serio que sea, modifica la esencia de la depravación que se ha apoderado de esos centros de encierro de cuantos violan la ley. Los relatos que se escuchan hablan de deformaciones que requerirán de algo más que buenas intenciones para trascenderlas. Por ello, y porque el sistema judicial es débil, más débil de lo que podamos imaginarnos, se impone pensar con seriedad en un cambio del régimen penitenciario. Y también en el rango de las condenas, de conformidad con determinadas circunstancias verificables a partir de las indagatorias, las experiencias del sistema o la proclividad a la reincidencia.
Un buen comienzo es la ruptura con el hacinamiento en las celdas. Se dirá que ello impone inversiones que amplíen la infraestructura destinada a cumplir este propósito. Si esta es una respuesta inicial al problema que se confronta, bien vale que desde ahora se hagan las apropiaciones en la ley de gastos públicos para el año venidero. Pero tanto las instalaciones existentes como aquellas que se edifiquen, deben corresponderse con una política dirigida a la rehabilitación del condenado. De nada valdrían estas nuevas estructuras, si un programa diferente al que rige el sistema penitenciario, no se establece en lo inmediato.
Y este programa de un nuevo régimen penitenciario debe completar aspectos como éstos que se practican de inclinar a un oficio a los encarcelados. Pero también debe inducir a los carceleros a asumir nuevas prácticas, que permitan dejar como un nubarrón del pasado, algunos de los eventos que hoy distinguen un sistema que penaliza para siempre. Porque degrada.