Hay que admitir, no sin algo de sonrojo, y mucho dolor, que muchos tuvimos una relación ingenua con el futuro. El “futuro” fue por décadas, sinónimo de progreso e incluso, de esperanza. Que no se tuviera el progreso era cuestión de tiempo. El 11 de septiembre del 2001 es -digamos- el hito que, con estruendoso desastre nos hizo despertar. A partir de esa fecha todo lo que se daba por cierto, incluyendo el progreso, empezó a negarse.
Lo sorprendente, sin embargo, no es que supiéramos que el bienestar que prometía la democracia liberal, la estabilidad económica que aseguraban los mercados o que la paz mundial derivada del fin de la guerra fría, no se habían logrado (y quizá tampoco se iban a lograr). Lo sorprendente es que de repente, sin ninguna visión alternativa, ningún esfuerzo crítico, ningún Das Kapital moderno, se pretendió dar una nueva idea del futuro. Occidente, quedó sin tierra bajos sus pies, y como sin nada aceptaba adentrarse al oscurantismo más profundo: la negación total, no de la razón, si no de la verdad misma. Cayó en una trampa neo-medieval, con cruzadas incluidas.
No se trata de creer en un “veritas” absoluto. ¿Quién nacido en el siglo XX o XXI puede creer que la verdad era inmutable? Nadie pretendía ni puede pretender eso. De lo que se trata es de la casi absoluta renuncia al ejercicio de la búsqueda. La duda, fundamento del pensamiento, es una cosa… la negación de lo verificable es otra.
Pankaj Mishra, autor anglo-indio, define la nuestra como la Edad de la ira. Afirma que vivimos en “una tremenda” inestabilidad, piensa que “hemos sido demasiado complacientes durante demasiado tiempo. Esa complacencia ha sido devastadora entre la clase intelectual, sobre todo la que escribe en los diarios” porque según él, hemos facilitado muchos de los desastres mundiales. Creo que, con complacencia se refiere a la falta de rigor -y disposición a la banalidad- del pensamiento.
En mi opinión, que repitamos como un mantra que importa más el cómo nos sentimos frente a la realidad que en el tratar de explicarla es un síntoma preocupante de decadencia. En los desastres naturales ocurridos en el Caribe, nuestro país incluido, y en el terremoto de México, vemos ejemplos de emociones superpuestas, mentiras montadas en esas emociones y desinformación con datos fuera de contexto: un perro rescatista que murió en CDMX (falso), una niña Frida esperando con vida ser rescatada de las ruinas de una escuela en CDMX (falso), un no-debió-declararse-feriado- en-Sto. Dgo. a pesar de la alerta roja, y, un dar más seguimiento a la insensatez de los que desafiaban los ríos y los mares embravecidos (en vez de destacar el terrible efecto social del huracán, o la encomiable labor de los organismos de rescate), son ejemplos de cuán lejos estamos llegando en el culto a la posverdad.
Importa lo que sentimos, pero debemos procurar que lo que sentimos está relacionado con la realidad, que nuestras opiniones nacen de la duda y la verificación, antes que la aceptación sin fundamentos, sólo porque provoca sentimientos en nosotros. El camino de la posverdad, dar por cierto lo que no puede ni resulta verificable, nos está llevando a una Era Apocalíptica (Mishra, 2017). Y con ello estamos derogando el futuro mientras nuestro presente se sume en el caos.