Derrota de la moral

Derrota de la moral

PEDRO GIL ITURBIDES
En la obra “Hombres Simbólicos”, Ralph Waldo Emerson propone la exaltación de las preeminencias humanas como mecanismo para elevar a los pueblos.

Cuando la Iglesia acepta y proclama la santidad de mujeres y hombres que se entregaron a Dios y a sus semejantes, nos induce hacia cambios conductuales.

Muchos de aquellos que se nos ofrecen como ejemplo, fueron díscolos seres humanos que crecieron en su personalidad, maduraron en sus modos de ser.

Hechos del polvo de la tierra, según el mejor decir del hagiógrafo, son iguales a nosotros. Polvo se tornaron, en polvo habremos de convertirnos.

Cuando para la mejor comprensión de aquel pueblo en agraz que marchaba por las tierras del Asia Menor, el hagiógrafo respondió a la pregunta de nuestro origen, desdibujó al Creador como un alfarero. El proceso descrito, de

maravillosa iluminación, arranca de la Nada. Al narrar el surgimiento de los mundos y los seres a los cuidadores de rebaños, a los esclavos, a todos los miembros de las tribus, el inspirado relator establece las etapas. Y allí está Dios, el Ser Supremo, fraguando a sus hijos predilectos. Somos, conforme la descripción, polvo de ese suelo que acaba de crear, pero también somos esencia de su hálito divino.

En el sencillo relato que encontramos en la Biblia, encerró Dios un concepto consustancial al ser humano. Por siglos, la filosofía y sus cultores se perderán en el complejo laberinto de su elementalidad, sin que pueda descubrirse la esencia del concepto. Allí está el Todopoderoso, creando de la Nada lo bueno y lo malo. Tan dicotómicos elementos los encerrará en toda forma de vida. Ellos serán la esencia de la vida. Y ellos están presentes en el ser que forja como paradigma de su obra. Y para que estemos advertidos nos lo dice cuando inspira al escritor sagrado, para que nos diga cómo fuimos creados.

Desde que todos los seres superiores son levantados del polvo de la tierra y reciben el hálito divino, comienza su batalla. Jamás cesará la lucha entre la carne y el espíritu. Dios mismo nos lo dice a lo largo de las disertaciones que se permite por boca de advertidores a quienes inviste como augures, fantasiosos, soñadores y profetas. Nos llama pueblo de dura cerviz en los escritos de sus hagiógrafos. Y como agua que orada la roca nos dice que sólo la adopción y práctica de la entereza, la fraternidad y el amor, la nobleza, la probidad, la grandeza, la bondad, nos hace mejores.

Pero nada de ello emerge desde nuestras conciencias si no hay temor a Dios.

Somos de dura cerviz. Por ello necesitamos guías que nos induzcan al bien.

La hierática figura de Moisés -pastor, maestro, legislador, jefe, conductor- encarna el más acabado perfil del gobernante. La promoción humana e intelectual de un pueblo cualquiera se encuentra en el decurso de las huestes a las que él rescató de las urgencias del instinto para convertirlas en pueblo racional. En la antigüedad encontramos, entre los pueblos gentiles, figuras igualmente enaltecedoras. Pero nadie como él asume con vigor y plenitud, el reto de rescatar a sus gentes del polvo para dotarlos de una conciencia moral y social.

La tarea de gobernar no entraña únicamente la disposición de obras físicas, la administración de hipertrofiadas burocracias, la firma de convenios, los viajes. El que conduce a las gentes, está obligado a volverse maestro y pastor. Jesús, maestro por antonomasia, es, también, pastor por excelencia.

¡Tantas veces las ovejas nos salimos del aprisco, y nos alborotamos cuando nos cantan reguetones de sugerentes inmoralidades! Entonces se pierde el sentido moral de la existencia, se abandonan los principios y nos acomodamos a estilos de vida en los que sólo el dinero nos vuelve calificables.

Ello está ocurriendo en estos instantes. ¡Cuántos aspiran, y en nombre de esas aspiraciones se tornan tránsfugas, no porque quieran servir a su pueblo, sino a sus faltriqueras! ¡Cuántos abjuran de sus familias porque prendados por el oro vano que los alucina por un instante, que no más, denostan a los suyos por las treinta monedas de Judas! ¡Cuántos, en fin, votan decididos contra aquello de lo que fueron abanderados, con lo que se muestran incapaces de sustentar formas morales de vida! ¡Cuántos, Dios mío, se tornan energúmenos!

Cabría, sin embargo, la interrogante. ¿Quiénes son peores, los que se venden o aquellos que compran voluntades humanas? Por eso pienso en el buen pastor.

Quien asume este papel cuida de ellas en el aprisco para que no perezcan en las garras del lobo. Esas garras las hallamos en la incompetencia para elevar al pueblo desde los instintos primitivos, para formarle una conciencia moral. Y es que muchos de los pastores de estos tiempos no conocen sus ovejas, aunque vivan entre ellas. Y además, perdieron su cayado.

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