Derrota del erario

Derrota del erario

PEDRO GIL ITURBIDES
Los encuestadores aplican cuestionarios sobre muestras determinadas, para decirnos quiénes ganarán y quiénes perderán el próximo martes. Me aparto un poco de estas experiencias de la sociología para decretar, desde hoy, quién pierde el martes 16. Sin fanfarrias ni alborotos, sin publicaciones redundantes, afirmo categórico que las elecciones las perderá, el tesoro público. El pobre, no sabe que cuando se fue de las manos de los piratas Francis Drake o Henry Morgan, caería en las redes de voluntades más codiciosas. Hace tiempo que el tesoro público fue aniquilado, y, si subsiste es, sencillamente, porque la vaca de donde mana su leche es una pardo suiza.

En 1986 el doctor Joaquín Balaguer resumió este punto de vista en una frase tan sencilla como elocuente. «Este es un pueblo rico, pobremente administrado», dijo por aquellos días, en un discurso de campaña proselitista. Pero los males no son privativos de la República. La fundación del Estado Dominicano fue la oportunidad desaprovechada para que el pueblo dominicano superase una tara que se arrastra desde los días de la colonia.

En los días iniciales, después de la instauración del nuevo Estado, el pretexto fue la defensa nacional. De hecho, cuando David Dixon Porter nos visita en 1846 y pide explicaciones respecto del escaso apoyo público a la agropecuaria, se le dice que los magros recursos de la hacienda se destinaban a sostener el ejército libertador.

Era valedera la explicación. Pero hemos prolongado por demasiado tiempo el período durante el cual las necesidades de la emergencia nacional requerían gastos extraordinarios. Cuatro administraciones a lo largo de ciento sesenta y un años de existencia republicana, pueden mostrarse como excepciones a la regla nacional. La primera, al despuntar el siglo XX, la que encabezó Ramón Cáceres. La segunda, la ocupación militar estadounidense.

La tercera, que por extenderse durante treinta y un años debió crear una diferente cultura del gasto público, la de Rafael L. Trujillo. La cuarta, la de Balaguer, sobre todo, durante el período entre 1966 a 1978.

Durante el siglo XIX hubo dos intentos de ordenar las finanzas públicas. La primera de clara conciencia social de la necesidad de que el gasto público sirviese al desarrollo, la de Ulises Francisco Espaillat.

Pero no duró ni cuanto pervive una cucaracha en un gallinero. Espaillat, enfrentado a su padrino de entronización, el general Gregorio Luperón, duró tres meses en la Presidencia. Los separó aquello que los uniera, pues Luperón se mostró conteste en la necesidad de suspender el subsidio público a las revoluciones. Hasta que pasó factura por la última asonada contra Ignacio María González. Cuando Espaillat le recordó el convenio existente entre ambos, Luperón hizo mutis. Y permitió que lo derribaran.

La segunda experiencia fue más tímida y menos audaz. La administración encabezada por el Presbítero Fernando Arturo de Meriño Ramírez intentaba organizar el negocio de vales contra el tesoro público.

Pingüe negocio fundamentado en las urgencias financieras de los abanderados de la montonera, precisaba reglamentación. Pero el negocio era tan complejo como de tan profunda penetración en los vericuetos políticos, que el Padre Meriño cumplió su mandato sin alcanzar sus objetivos.

La administración de Cáceres recurrió a drásticas disposiciones administrativas para eliminar las cargas de una hipertrofiada burocracia. El asesinato de Cáceres retrotrajo el país al desorden de la época que lo precedió, y los resultados finales no pudieron ser peores.

Al incumplirse las obligaciones financieras derivadas de la convención domínico-americana, sobrevino la invasión. El programa de Federico Velásquez Hernández se impuso ahora, no como decisión de dominicanos deseosos de ordenar las finanzas públicas, sino como decisión de los invasores. El programa de ordenamiento, control y fiscalización del gasto público fue, por demás, norma invariable del régimen de Trujillo.

Por las buenas, sin embargo, somos incapaces de mantener el control del gasto público. Propensos como nos mostramos para dilapidar lo ajeno, repartimos el erario nacional entre compañeros, compatriotas y camaradas, con la misma tranquilidad con que se lo chupaba Concho Primo. Y por supuesto, entonces nos obligamos a recurrir al financiamiento extraordinario del sector público, por vía de empréstitos externos e internos. O por ingresos ordinarios de nuevos y mayores impuestos.

Todo para proclamar que la macroeconomía anda de maravillas, cuando lo que anda bien es el pago de las obligaciones a los acreedores externos, a costilla de un pueblo que se empobrece porque el tesoro nacional es derrotado en cada una de las elecciones que celebramos entre fanfarrias y fandangos electoralistas.

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