Derrumbe del hogar y error de la mujer

Derrumbe del hogar y error de la mujer

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Si nos preguntamos cuál fue el hecho humano más importante del primer tercio del Siglo XX, nos daremos cuenta de que no fue la Primera Guerra Mundial (1914-18), ni la Revolución Rusa. Fue el cambio de situación de la mujer, tan enorme, que pocas veces se ha visto transformación tan grande en tan breve espacio de tiempo. La Revolución Industrial inglesa (mediados del siglo 18 al 19) fue antesala de una serie de nuevas realidades familiares.

Pero el primer paso legal para la emancipación de la mujer está en la legislación inglesa de 1882, que establecía que en lo adelante las mujeres de Gran Bretaña gozarían del privilegio inusitado de ser dueñas del dinero que ganarán y de lo que adquiriesen con éste. La idea era que las mujeres pudieran concurrir a las fábricas. Esta idea aunque moral y justiciera, propuesta por los industriales a la Cámara de los Comunes, arrancó a las mujeres de las faenas del hogar para lanzarlas a la servidumbre de los negocios, de la productividad económica, partiendo en pedazos el sentido fundamental de lo que es matrimonio y hogar: cuna para la formación de seres humanos.

Como todo se mueve en alguna dirección, sea hacia ascenso o descenso, hacia empeoramiento o mejoría; la liberación de la mujer -algo que pudo ser formidable dentro de ciertos márgenes cuidadosos de la conveniencia familiar-, se ha convertido en un drama: la decadencia de la vida doméstica, el derrumbamiento del concepto de hogar, con las innumerables e interminables ocupaciones, atenciones y vigilancias amorosas que conlleva.

No aprendemos. La sabiduría antigua enseñaba: «Ninguna cosa demasiado, evita los extremos». No obstante hoy la mujer, acogiéndose a un nuevo rol de competencia productiva con el marido -al cual a menudo iguala o supera- está obligada a descuidar la crianza de los hijos (ahora, por un absurdo es necesario añadir «hijas», porque parece que no se habla del género humano). Y las criaturas viven solas, con apenas unos instantes de atención de sus progenitores, atención más o menos distraídas o fastidiada, porque ambos vienen cansados del trabajo externo.

¿Quién los atiende, quién los aconseja, quién los guía? ¿Quién nota si están atormentados y naturalmente confundidos en las valoraciones y conductas? ¿Quién percibe si han llegado a casa drogados o borrachos de alcohol?

Las familias de mayor capacidad económica -las menos- tienen una trabajadora doméstica que permanece en el «¿hogar?» y no le interesa, en absoluto, lo que suceda con los muchachos o muchachas.

Naturalmente, la libertad ilimitada de la cual hacen uso los jóvenes, y es la que está «in», de moda, mundialmente, es la productora de generaciones de inadaptados, de «rebeldes sin causa» que no saben lo que quieren y son incapaces de razonar lo que es o no es conveniente para ellos en vista al futuro.

Es que no existe la familia. No hay autoridad de los progenitores porque simplemente no están, no saben lo que pasa y ya ni siquiera quieren saberlo porque no pueden hacer nada. Madre y padre están todo el tiempo en la calle, trabajando, produciendo dinero para cubrir los gastos, altos, bajos o misérrimos.

Los jóvenes delincuentes aparecen en todos los sectores sociales, fruto de la descomposición de valores y principios morales, como publicó el periódico EL DIA en su edición del martes 15 del corriente en un trabajo firmado por Julissa Lorenzo, titulado: «La familia, principio y fin de los problemas».

Mi punto de vista es que si la mujer quiere o necesita libertad de acción, independencia económica y actividad no doméstica, no debe contraer matrimonio y, muy especialmente, no tener hijos. Ya existen numerosos anticonceptivos que permiten una libre actividad sexual sin peligro de preñez, aunque persistan las posibilidades de enfermedades venéreas o el horror del SIDA.

Las fiestas juveniles ahora mayormente significan «bailes» de «perreo» «sexo con ropa», con alcohol y drogas, tras las cuales, naturalmente, sigue el sexo sin ropa y la orgía.

Es el inicio. Como todo se mueve, asciende o desciende, llega el momento temprano en que tales emociones ya resultan aburridas y abren o insinúan las puertas a la criminalidad.

Estos jóvenes pueden ser ricos o pobres. Tienen la cercanía íntima de la falta de un hogar, de la ausencia de reglas morales y de escrúpulos, porque han crecido solos mientras los padres de ambos sexos se sienten cumplidores de sus deberes como cabezas de hogar, porque proveen comida, ropa, estudios y diversiones «sanas», fruto de recursos obtenidos en el hipnotismo de un trabajo callejero, de un esfuerzo externo que lo justifica todo.

Se trata de la desintegración de la familia.

No se debe tener hijos si no se les puede cuidar, y la madre, centro y eje del hogar, ha de tener en cuenta que toda carga, por pesada que esta sea, va a recaer, fundamentalmente inevitablemente, sobre ella, la que concibe y da vida.

El feminismo ha sido un mal negocio para la mujer, porque ha permitido la irresponsabilidad del hombre.

El derrumbe del hogar, la desaparición del Pater Familias.

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