POR MU-KIEN ADRIANA SANG
«Es muy difícil que al conversar con los maestros sobre la calidad del producto educativo estos reconozcan responsabilidad sobre los bajos resultados. Generalmente se atribuye la culpa a otros factores
No dejan de estar en lo cierto
sin embargo, es bien difícil exonerar al cuerpo docente y directivo de los resultados
Recientemente visité un politécnico para observar y conversar con los maestros. La mayoría de los docentes con los que conversé tienen más de dos décadas de experiencia, trabajan dos tandas y hasta tres, algunos también están cursando estudios de especialidad. La cantidad de alumnos de un maestro del nivel secundario sobrepasa los 200 en la misma tanda, puesto que imparten clases en diferentes secciones y grados Tuve la oportunidad de revisar la nómina de esa escuela y pude observar que los sueldos brutos de esos maestros . Oscilan entre los 10,000 y 13 mil quinientos pesos.» Miriam Díaz Santana, Los educadores. ¿Responsables o víctimas del sistema educativo?
Había decidido tratar, una vez más, el tema de la formación de maestros, a propósito de que el próximo 30 de junio se celebra (¿?) su día, cuando me encontré con el interesante artículo de la buena amiga Miriam Díaz. ¡Qué bueno! Su reflexión puede ser mi punto de partida.
Envuelta ahora en la formación docente en mis tareas laborales, he podido analizar desde cerca la realidad de los maestros. Los programas de formación que ofertamos al sector educativo han tenido que programarse para los sábados. Hicimos el ensayo de ofrecer al público un programa para ser impartido durante los días laborables y el 95% de las personas interesadas nos preguntaba ¿Por qué no lo programan para los sábados? Tuvimos que ceder a la petición, porque de no hacerlo sucumbiríamos ante la escasez de demanda.
He visto y vivido el desalentador cuadro de los maestros en servicio que completan su formación (¿?). Después de laborar durante cinco días, utilizan los sábados para completar, como pueden, su formación. Los sábados son días maratónicos. Llegan temprano, a veces, a sus clases, cansados de una larga semana laboral. Se sientan en un pupitre a escuchar a un profesor que está hablando en lenguaje sofisticado, de un tema profundo que no alcanzan a comprender de un todo. Mientras escuchan, sus mentes vuelan a sus casas porque tienen un lío de ropas que lavar, unos hijos que apenas han visto y pasarán ese sábado por su cuenta, procurándose ellos la comida y un hogar hecho un desastre por la cantidad de «oficios» pendientes. En su rol de estudiantes la situación no es mejor. Las asignaciones no pudieron ser cumplidas. ¿Con qué tiempo y con qué recursos pueden cumplir las exigencias del profesor de filosofía quien les puso a leer el libro La Política de Aristóteles? ¿Cómo van a hacer la tarea de la asignatura «Tecnología aplicada a la educación» sin computadoras? ¿Y quién puede hacer la lectura asignada en Historia Dominicana, si no tienen en su casa ni en su barrio el libro de Cassá?
Ese sábado de «formación» es duro para esos maestros-estudiantes. Pagar el transporte para llegar a la universidad, pasar el día escuchando contenidos extraños, buscar dinero para comer al medio día y luego llegar a mi casa a las 7:00 PM después de un largo y caluroso día de trabajo «intelectual». Algunos de los profesores de la universidad comentamos el deprimente cuadro que se repetía cada sábado a la hora del almuerzo. La mayoría traía sus pequeños envases con comida cocinadas en la madrugada o el día anterior. Se sentaban en silencio a comer rápidamente sus manjares fríos, bajo un árbol a fin de protegerse del sol. Un vaso de agua completaba el proceso, para luego seguir la jornada con el profesor de la clase siguiente.
He sido profesora de esos profesores-estudiantes. En un post grado en gestión educativa, enseñé (¿?) Método de Investigación. Era un grupo pequeño de seis directoras que no habían podido obtener la nota requerida en el curso anterior. El primer día hice un recuento de lo «aprendido». Grande fue mi tristeza y mi desaliento cuando comprobé que no tenían nociones elementales de la investigación. Comencé de cero. Empecé a explicar. Escuchaban, anotaban y preguntaban. Al asignarles un trabajo concreto, mi decepción fue mayor. El contenido que pensé habían captado resbaló por sus mentes. Tuve que volver al principio. Luego les puse tareas prácticas. En la clase siguiente tres de las seis hicieron el esfuerzo de llevar algo, las otras tres tenían excusas de toda índole. Volví a asignarle trabajos y tareas. Al terminar el semestre tenía la certeza de que no habían comprendido todo y yo debía poner una nota. Me pregunté ¿Qué debo valorar? ¿El esfuerzo o lo aprendido? En ese dilema existencial pasé noches enteras. Al final volví a asignarle otro trabajo para acallar mi conciencia. Obtuvieron el mínimo requerido, mientras yo seguía en mi debate interno de que irían a sus puestos de trabajo con un valor agregado inferior al grado que poseían.
En ese torbellino de vida. Trabajando en dos o tres tandas en liceos o escuelas lejos de sus casas. Resolviendo sus necesidades con poco dinero. Haciendo en las noches las asignaciones de su rol como estudiantes y quizás corrigiendo algunos exámenes de su trabajo docente, han pasado los años. Las universidades han graduado cientos de maestros y maestras, la Secretaría de Educación ha becado cientos de maestros y maestras y sin embargo, la inversión no ha tenido los frutos. La calidad de la educación dominicana sigue siendo deficiente, muy deficiente.
Y así, en ese espejismo colectivo vivimos el circo permanente de la (des) formación magisterial. Los organismos internacionales que han invertido millones de dólares para mejorar la formación docente; las disposiciones de la Secretaría de Educación que exige titulación para poder aplicar «el estatuto docente»; las universidades que tienen que participar en el proceso de formación a sabiendas de las limitaciones y problemas que esto acarrea; los profesores que acuden en masas a las universidades a titular su falta de conocimientos. Una nueva lógica ilógica de nuestra sociedad. Una nueva manera de hacer las cosas sin tocar la esencia de las causas. ¡Pobre educación la nuestra!