La nación haitiana, acorralada por bandas armadas que escandalosamente importan avanzados instrumentos letales desde Florida, recibirá próximamente como único auxilio inmediato del resto del mundo para su descomunal desgracia una limosna de cinco millones de dólares provistos por la Organización de las Naciones Unidas.
Un gesto minúsculo para millones de habitantes en hambruna y sin derecho siquiera a salir de sus miserables refugios para recibir ayuda, obtener agua potable y medicinas; llevar niños a escuelas o reportarse a los empleos que se extinguen por un estado general de inseguridad.
De los 27 mil y pico de kilómetros cuadrados en que se asienta Haití, la vida solo puede estar más o menos segura en unas cuantas cuadras dispersas, como si la civilización faltara para el resto de los espacios por inexplicable inacción de policías y soldados escasamente equipados e instruidos.
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Alarma que las garantías ciudadanas no den señales de existir en el vecino país tanto como que carezcan de validez los compromisos de solidaridad continental suscritos por los Estados para «consolidar y fortalecer las relaciones de amistad y buena vecindad» entre estos pueblos de la desigualdad.
La desgracia de la comunidad haitiana, a la luz del derecho internacional y de lo pactado en el sistema interamericano, obliga a los países de América a reaccionar con medios materiales y con los ejercicios de autoridad que Puerto Príncipe no aplica para restaurar el orden.