Descartes y las tarjetas de crédito

Descartes y las tarjetas de crédito

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Se dice que a Descartes le gustaban las mujeres bizcas. Historiadores de espíritu ligero atribuían la preferencia del filosofo por hembras de mirada torcida a que estas, con solo ser abrazadas, «ponían los ojos en blanco». Creían que la sexualidad de Descartes era tan torcida como los ojos de las damas que le entusiasmaban.

La famosa expresión de Descartes: «pienso, luego existo» (Cogito ergo sum), a veces malinterpretada filosóficamente, ha sido objeto de muchas parodias. El gran poeta Ezra Pound escribió: «amo, ergo sum», punto de arranque de otra clase de idealismo «lírico, romántico y moderno». En 1993 una proto – socióloga puso de moda un aforismo cartesiano de carácter económico: «compro, luego existo». En nuestra época de consumo masivo, de grandes tiendas por departamentos, condicionada por el uso de tarjetas de crédito, quien no compra, no existe, pues carece de historia económica, no es persona confiable, merecedora de que se le conceda un préstamo bancario. Incluso desde el punto de vista psicológico, quien no compra no siente estar viviendo. Ir de compras es tan gratificante como ir de vacaciones. A fin de afirmar mi propia persona, puedo decir en voz baja: «compro, luego existo». El pobre Descartes, según parece, estaba destinado a sufrir: por cuenta de mujeres «raras» que le «cortaban los ojos» –la reina Cristina de Suecia le obligó a filosofar metido en un cuart -estufa, en el atroz clima escandinavo; o a causa de filósofos posteriores que no entendieron bien su sistema de ideas conexas.

Como bien saben todos los estudiantes de filosofía, Descartes distinguía claramente tres formas de realidades: la res pensante, la res extensa y la res infinita. Cosa pensante es el hombre; cosas extensas son los objetos inanimados; cosa infinita es Dios. Hombre y cosa proceden ambos de la res infinita. En esa «comunidad», ontológica y de origen, reside la posibilidad del conocimiento, esto es, que la res pensante entre en contacto con la res extensa, así sea mediante la «duda metódica». Pero esto de que el hombre llegue a ser «res comprante», animal consumidor, no remite a la realidad de Dios sino a la tarjeta de crédito, nuevo vínculo fundante entre el hombre y las cosas. Yo presento mi tarjeta platinum y solicito que, en virtud de la coloración azogada de ese trozo rectangular de plástico, me sea entregado un reloj. La tarjeta, como la divinidad para Descartes, es factor «unitivo» entre el hombre y los objetos del mundo.

El mercado es el medio en el cual se transmiten los estímulos económicos. El mercado anuda miles de relaciones automáticas. Ya no es, como en tiempos de Adam Smith, una mano invisible; ahora es un computador, visible y permanente, que une a Londres con Madrid, a Bruselas con Cutupú. Donde quiera que vaya el tarjetahabiente, allí estará el computador esperando la ofrenda al gran dios – mercado. El «sacrificio» litúrgico de hoy significa trabajo, dinero, bienestar, posición social. El computador es el sagrario; la tarjeta, llave del sagrario; la deuda, carnero de la ofrenda.

El nuevo Papa Benedicto XVI ha escrito unos ensayos filosóficos acerca del hombre contemporáneo. Nos dice que la conciencia de pecado es el origen del sentimiento de culpa. Contra la noción de pecado han arremetido los pensadores del siglo pasado, ensanchando la herencia de Nietzsche. La ética del pensamiento judeo – cristiano descansa en el sentimiento de culpa. Por eso nos proponen, para ser libres, abandonar «el peso de la culpa». Para los judíos la Torah fue, al mismo tiempo, ley civil y ley moral. Con el paso de los tiempos, los hombres han separado las reglas de ambos códigos, el moral y el civil. Las normas jurídicas establecen sanciones para los delitos. Y las penas guardan relación con la magnitud de los delitos: dañar, herir, robar, matar. El juez determina si el reo es o no culpable. La culpabilidad es el equivalente jurídico de la culpa moral. Cuando tratamos de borrar el sentimiento de culpa, en sentido moral, también diluimos o rebajamos la culpabilidad jurídica. Si un delito civil es ocultado y pocos lo conocen, resulta mucho menos repugnante que cuando es descubierto y hecho público. Lo mismo ocurre con el concepto del deber; por ejemplo, con el deber moral de atender las necesidades de los hijos. Contrapartes o equivalentes de los deberes morales –en las leyes civiles– son las obligaciones. Los contratos –de venta, de alquiler, de préstamo– son obligaciones. Tan pronto empezamos a creer que no tenemos deberes morales comienza a decrecer el respeto por los contratos. Los cambios en la manera de sentir los deberes morales influyen sobre la forma de cumplir con las responsabilidades civiles. Con todas las consecuencias que eso entraña para la vida colectiva.

Aquí entra de nuevo el concepto del ser, del ser del hombre, no del ser del mundo o de las cosas individuales. ¿Es el hombre una criatura natural, una bestia domesticada? ¿Es un bípedo parlante que asimila proteínas y vitaminas? ¿O es un ser pensante (res cogitans) que participa –mínimamente– de la divinidad? También puede ocurrir que el hombre deje de ser persona y ciudadano para convertirse solo en consumidor. Al decir «compro, luego existo», se expresa la convicción de que el hombre vale por lo que consume. Todo lo demás se jerarquiza a partir de ese hecho primario: el deber y la obligación, la culpabilidad y el pecado, la ley y el orden político.

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