Desde el mismo momento que nos adentramos al exordio de la historiografía teológica, podemos observar que entre el pueblo de Israel y los ciudadanos del siglo XXI la única diferencia psicológica y sociológica es la educación. Estoy completamente convencido de que, si fuéramos a comparar algún pueblo con el antiguo Israel; habría que concluir diciendo que su réplica inequívoca es el pueblo dominicano. Para comprender el símil entre los mismos, solo debemos comenzar por Éxodo capítulo 3 versículo 4 de la Biblia, donde Moisés sube hablar con Dios y este le encomienda liberar al pueblo de Israel.
Los Pueblos no Tienen Memoria.
Describen las sagradas escrituras, que desde el mismo instante en que Moisés bajó de la montaña comenzaron las bondades de Dios con ese pueblo; de las cuales, ellos mismos fueron testigos de excepción. Por tal razón, vieron las plagas que Dios envió; el agua convertida en sangre, la de las ranas, los mosquitos, las moscas, la plaga del ganado, las llagas, el granizo, las langostas, la oscuridad de 3 días, la muerte de los primogénitos, su liberación de Egipto, la columna de fuego y, hasta como Dios dividió el mar rojo para que ellos pasaran por el medio del mismo. Sin embargo, en breve tiempo dieron la razón a García Márquez cuando sentenció; que “La ingratitud humana no tiene límites”.
En efecto, al margen de toda esa gloria solo fue necesario llegar al desierto del Sinaí; e inmediatamente olvidaron a ese Dios glorioso y bondadoso para adorar ídolos de oro, para renegar de ese que le entregó todo y creer en todas las bazofias y mentiras que veían sus ojos. Sin duda alguna, el pueblo dominicano es la metamorfosis indubitable de ese estercolero, maledicente y mal llamado antiguo pueblo de Israel. Por eso, el dominicano olvidó a Duarte, a Sánchez y a Mella, y hace sus necesidades fisiológicas en las hazañas de Gregorio Luperón, Antonio Duvergé y Caamaño. Y, en todos los héroes y heroínas que dieron sus vidas por nosotros.
Seguidores de Ídolos de Barro.
El legendario general romano Escipión el Africano, después de haberle dado esplendor a la República Romana al derrotar al más temido enemigo de Roma; quedó tan decepcionado del trato que recibió que escribió para su epitafio las siguientes palabras, “patria ingrata, ni siquiera tienes mis huesos”. Dichas palabras, fueron el precedente a su testamento donde manifestó su profundo dolor diciendo que a su muerte; “no deseaba honores de Roma y, que tampoco quería que sus huesos reposaran allí”. Ese dispendio de frustración imaginamos que se debía, a que él no entendía como un pueblo de la noche a la mañana podía olvidar lo que otros hicieron por ellos y adorar a cualquier otra cosa.
En ese sentido, la anomia dominicana es tan profusa y repugnante, que la mayoría de las jóvenes de los barrios exaltaron a Sobeida Félix Morel y, muchos hombres y jóvenes todavía anhelan vivir las aventuras de Figueroa Agosto. Ese es el mismo pueblo que añora a Trujillo, que bautizó como padre de la democracia a un genocida como Balaguer; el mismo absurdo que Bosch describió en su Composición Social en 1970, un conglomerado humano que desprecia a los políticos sin dinero; aun sean honestos y, que le llama descubridor al hombre que les robó todo. En conclusión, la misma réplica malagradecida, sin memoria e ignorante que el antiguo pueblo de Israel.