Descendientes directísimos

Descendientes directísimos

JOSÉ ALFREDO PRIDA BUSTO
Quizá nunca den premios por este tipo de cosas, pero acabo de hacer un interesantísimo descubrimiento. Y tengo que compartirlo con todos. Si alguien tenía duda, puede ir desechándola. He encontrado las pruebas fehacientes del origen de los dominicanos, de nuestra raíz primigenia. Nada de teorías. Esto es real, verídico, incuestionable. Atiendan bien, porque era algo que estaba frente a nuestros ojos y nunca nos dimos cuenta. Cosas de esa idiosincrasia nuestra tan particular.

Hace unas semanas, hubo que hacer una reparación en una de las áreas comunes del condominio en que vivo. (Por cierto, ¿será apropiado utilizar el término «vivir» cuando se hace referencia a un «condominio» por estos predios?) Siempre estoy pendiente de esos eventos, porque los desastres, algunos irreversibles, que he tenido que ver a lo largo del tiempo me ponen la carne de gallina. Yo iba a permanecer todo el día en la casa.

Me presento como residente al señor que va a hacer el trabajo y me pongo a su orden por si necesita alguna cosa. Pregúntame él que dónde puede conectar su máquina de soldar e indícole yo el lugar del que se acostumbra tomar la electricidad, o sea, una caja de «brei», como dicen algunos. De esa caja se alimenta la bomba de agua.

Desafortunadamente, tuve que salir por varias horas. Al regresar al fin del día, veo el trabajo terminado y, aparentemente, todo sano y en su sitio.

Respiré hondo y me dije: «Oye, esto no es algo muy común.» Más, ¡ay infeliz de mí! Al poco rato, me doy cuenta de que la bomba de agua no funciona.

Inmediatamente llamo al administrador, quien le pide al herrero que regrese a repasar para determinar dónde está el problema.

Al poco tiempo, bajo a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Voy caminando hacia el área común. Los oigo hablar. Ellos todavía no pueden verme. El administrador le pregunta al hombre que dónde conectó él la máquina. El otro le dice: «Aquí». En ese momento aparezco yo en la escena y ambos me ven. A velocidades imposibles de creer, el hombre deja de señalar la caja para señalarme a mí y decir: «Fue él que me dijo.»

El punto no es lo que sucedió, que puede sucederle a cualquiera. Ni la gravedad, porque fue una cosa de poca importancia. Y, dicho sea de paso, el señor hizo muy bien el trabajo por el que se le pagó. El asunto es esa inveterada costumbre nuestra de tratar de quitarnos de encima las responsabilidades, reales o supuestas, a costa de lo que sea y lo más rápidamente posible. Haciendo gala de unos reflejos que ya quisiéramos para otros menesteres.

A usted probablemente le habrá pasado lo siguiente. Se ve envuelto en una confrontación con alguien debido a una disparidad de opiniones (puede leerse: problema de tránsito, por ejemplo). Asumamos que quien tiene la razón es usted. ¡Cuidado! No se lleve de que el otro esté gritando como un energúmeno. Su «interlocutor» siempre se mantiene a la defensiva, como un boxeador en el primer asalto. Estudiando al contrincante. Dando vueltas.

Hasta que capta una palabra o una frase que usted acaba de decir que podrían ser interpretadas por él en su favor y en contra de usted.

En ese momento, usted dejó de ser el agraviado y el otro se convierte en víctima inocente de las atrocidades de alguien tan inconsecuente, abusador y aprovechador como usted. La razón ya no tiene nada que ver. La discusión se aleja de su principio válido y pasa a las consideraciones personales del

trato entre los involucrados. En ese momento, ríndase. Ha vencido la estrategia de su contrario. Ha sido usted derrotado por el síndrome de Adán. Característica ésta que puede advertirse en mayor o menor grado en la humanidad en general, pero que florece con esplendor en esta nacionalidad.

Recordemos que, inmediatamente después del desaguisado de la fruta prohibida en el paraíso terrenal, del que fueron protagonistas Adán, Eva y la no menos famosa serpiente, el Creador le pidió cuentas al hombre. Después de esconderse primero por no poder justificar la falta, a Adán se le ocurre la solución definitiva: «Señor, fue la mujer que me diste».

Listo. Se limpió él y le pasó la culpa a otro. Otra, en este caso. La cual, a su vez, la tiró más para adelante. La pelota siempre en la cancha contraria.

Responsables, o mejor dicho, culpables, los demás. Esto es así porque somos los descendientes directísimos de Adán, el primer humano creado. Sin lugar a la más mínima duda. No por aquello del apellido Pérez, como se ha considerado en el pasado, sino por la increíble capacidad que tenemos de querer limpiarnos de pecado echándoles la culpa a otros. El caso es no quedarse nunca con ella. Razón tienen los españoles cuando dicen que esa señora, doña Culpa, permanece soltera. Y es que hay que ser valiente para dar el sí y aceptarla.

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