Con el ingenio Catarey desapareció un bosque centenario de cacaotales
Recordábamos aquella noche en que coincidimos, en el ahora desaparecido Vesubio, con un personaje, ya ausente, de los pocos que conocían las noches de la ciudad hasta que se extinguían con las luces del amanecer.
Con sus amigos habituales departía en un ambiente de goce fraterno donde no faltaba una que otra intervención del simpático y siempre afable Enzo.
Era propicio el encuentro a un parloteo sin límites, tanto como la eternidad de esta pandemia que nos invita a los recuerdos por sí mismos, sin mayores intenciones.
Y no tardó uno de los contertulios en poner sobre la mesa un tema peliagudo:
—Dime, sé que eras muy joven entonces –insinuó uno de los presentes al noctámbulo empedernido. ¿Qué puedes contar sobre Café y Cacao Dominicano, aquellas dos empresas tan extrañas que creó Trujillo ya al final de su existencia? Galíndez no las menciona en el libro que le costó la vida en 1956.
—Trujillo era un pájaro complicado. Era imposible decirle que no – respondió quien como siempre protagonizaba este encuentro de público flotante, sede indistinta y sin límite de caídas.
“Mis cuartos donde están mis guardias”, decía. Le temía, como el Diablo a la Cruz, a los negocios en el extranjero, o con los extranjeros.
Se metió en el azúcar instalando a Catarey, un pequeño ingenio que destruyó aquel bosque centenario de cacaotales asentado en un valle que registra la mayor pluviometría de las Antillas.
Luego se inmiscuyó en Río Haina, a la orilla del mar, porque la exportación era el único factor del negocio que no podía controlar. Aparte de que los norteamericanos, en aquel entonces, no discutían con nadie las preferencias de precios que les daban a Cuba, donde ellos mismos eran los mayores productores.
Luego compró a Kilbourne sus ingenios pagándole con un préstamo en dólares y a un precio superior de lo que se podía ganar en muchos años de operación en un mercado que registraba una inminente caída, cíclica por demás y previsible en consecuencia.
—Pero los efectos políticos de esta operación fueron tan extraordinarios que hasta dividieron el exilio en sus análisis –dijo uno que vivió ese debate tan desgarrador que confundió sus lenguas a distancia. Trujillo pasaba a ser la ansiada burguesía nacional, y eso era difícil de tragar.
—No, no, no, como ya se dijo, Trujillo no jugaba con sus cuartos, ¨mis cuartos donde están mis guardias”.
Nueva vez preguntó uno de los invitados al que más podía contar. —¿Dónde estaban los ingenios de Kilbourne el 30 de mayo del 61?
—Eran propiedad del Banco Agrícola a quien Trujillo había endosado el crédito, que pagó después de su muerte el Consejo de Estado. Yo estaba allí porque realizaba una pasantía en el Scotia Bank, en una caja de la Isabel la Católica.
Pero, creo que nos estamos dispersando, y el único que tiene que amanecer en la calle todos los días soy yo, porque no puedo dormir. Volvamos al asunto, que pierdo el hilo. Y prosiguió:
—El café y el cacao pagaban sus impuestos y las exportaciones no tenían muchas oportunidades en otros rubros, sin que a él, no al Estado, le saliera lo suyo. Fue así que se inventó las dos compañías a las cuales aportó una parte del capital que le hacía dominante junto a uno que otro canchanchán.
El primer año fue de sueños, tanto que pidió un bono del 5% de las ganancias antes de impuestos y de la repartición de beneficios, lo que de verdad no dolió mucho, porque, vendiendo juntos se ganaba más.
—Pero, al año siguiente, pidió un 10, y al otro un 15, por lo que antes de que siguiera en eso lo matamos – dijo rascándose la barbilla sonriente, satisfecho y triunfador.
El auditorio quedó electrizado por el dramático e inesperado final, mientras todos, sobrecogidos, quedamos en silencio y en ese silencio terminó la noche.
El restaurante cerraba y el grupo recogía sus bártulos hacia otros rumbos de la noche, o hacia la simple cama.
Al entrar en el vehículo, uno de nosotros quiso hablar, y el otro dijo —no olvidemos a Lilís, el que construyó el ferrocarril de Santiago a Puerto Plata. Lo mataron los muleros de Moca antes de que el tren llegara al viaducto que permanece allí como recuerdo; pero de ello hablaremos otro día.