En el libro de la Sabiduría (1, 13 – 15; y 2, 23 – 25) leemos, “la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo y los que son de su partido pasarán por ella”.
La muerte de la que aquí se habla es la muerte espiritual, aquella que proviene de negar nuestra identidad más profunda: somos criaturas, llamados de la nada al ser para relacionarnos con Dios, la fuente de nuestra vida. Estamos llamados a dar vida. Los corintios dan vida al cooperar generosamente con la comunidad de Jerusalén (2ª Corintios 8, 7 – 15).
El pecador se separa de Dios y su proyecto. Quien peca, se convierte en su propio centro y convierte esta vida en su único fin. Pero eso es mentira. Estamos hechos para una relación eterna con Dios. Por eso, quien está aferrado a esta vida, vive el tránsito hacia la otra como un desgarramiento trágico.
La muerte es un símbolo del pecado y su salario fatal. Muchos la viven solamente como tragedia, derrota y ruptura de relaciones y proyectos En esta vida tramposa, donde el mal parece tener la última palabra, quien obra el bien está apostando a que “la justicia es inmortal” (Sabiduría). Los corruptos y cínicos se ríen del justo; consideran que malgasta su vida haciendo el bien. Pero el justo reirá de último: “no has dejado que mis enemigos se rían de mí” (Salmo 29).
El Evangelio (Marcos 5, 21 – 43) nos muestra a Jesús, el Viviente, tomando de la mano a una niña que daban por muerta, levantándola.
Si nos fundamentamos en el egoísmo perverso, mataremos y moriremos. Fundamentemos nuestras vidas en hacer el bien. ¡La justicia es inmortal!
Ante esta República, que tantos dan por muerta, démosle la mano y proclamemos: ¡no está muerta, está dormida!
Fundamentemos nuestras
vidas en hacer el bien. ¡La
justicia es inmortal!