Cuando Herodes, el Grande († 4 a.C.) quiso ganarse al pueblo de Israel, reconstruyó el templo. Hacia el año treinta de nuestra era, la obra ya tenía medio siglo. En ella trabajaron a veces 10,000 obreros, de los cuales 1,000 eran sacerdotes. Ellos laboraban en ciertas zonas expuestas a la profanación.
En las tradiciones de Israel, encontramos dos opiniones respecto del templo. Una realza el templo como lugar sagrado, ámbito de una presencia especial de Dios, punto de encuentro del pueblo, sitio elegido por Dios para el culto. Otra tradición, es contraria al templo, como un atrevimiento humano de querer encerrar al creador del universo en un ámbito reducido para manipularlo.
En Juan 2, 13 – 25, se presenta el cuerpo de Cristo como el verdadero templo. En Jesús se revela la santidad de Dios, pues siempre actuó con ternura y compasión. Los evangelios lo presentan como “el preferido”, aquél que debe ser escuchado. Jesús salió a buscar las ovejas perdidas de Israel para reunirlas bajo un solo rebaño y un solo pastor.
Hoy vemos al Jesús bondadoso, expulsar del templo, látigo en mano a “los mercaderes y cambistas”, esparciendo sus monedas por el suelo del templo. En atención a los vendedores de palomas, ofrenda de los pobres, no les suelta las palomas, sino les conmina: “no conviertan en mercado la casa de mi padre”.
Tercer domingo de cuaresma, buen momento para evaluar el tipo de religión que llevamos. Para algunos, la religión es negociación, “yo te doy y tú me das”. Para otros, un asunto de etiqueta. Pero el verdadero culto es el reconocimiento del señorío de Dios, y pasa necesariamente por la ética, así lo proclama Éxodo 20, 1- 17.
Nuestro culto podrá engañar a los hombres, pero Jesús, “sabe lo que hay dentro de cada persona”.
El verdadero culto es el
reconocimiento del señorío
de Dios