Los católicos recordamos a nuestros difuntos en el día de hoy. Como siempre, no oramos para cambiar al Señor, oramos para que la oración nos cambie a nosotros, nuestra manera de vivir y de pensar.
No oramos para «ganarnos» el favor del Señor para nuestros allegados. No hace falta: «el Señor no hace distinciones, acepta al que le teme y practica las justicia, sea de la nación que sea» (Hechos 10, 34 -35). El Salmo 24, nos enseña que «la ternura y la misericordia del Señor son eternas».
Oramos, porque ni siquiera la muerte nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús (Romanos 8, 38-39). En Cristo, estamos en comunión con nuestros difuntos y junto a ellos aguardamos «un cielo nuevo y una tierra nueva». Creemos que el Señor, «enjugará las lágrimas de nuestros ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor» (Apocalipsis 21).
A todos nos gustaría conocer los detalles de la vida más allá de la muerte, pero la Palabra no nos ha sido dada para responder a nuestras curiosidades. La Palabra se nos ha dado para algo mejor: para colocarnos en el camino de la verdad y darnos una esperanza que no defrauda.
La verdad es que «si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor, tanto en la vida y como en la muerte somos del Señor» (Romanos 12, 8). La muerte pareciera ser la dueña y señora de todos los que han muerto, pero Pablo nos enseña «que Cristo experimentó la muerte y la vida, para ser Señor de los muertos y de los que viven» (Romanos 12, 9).
Fue Jesús quien nos dio esta esperanza: Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven (Lucas 20, 38).