Entre los poderosos del último milenio antes de Cristo, los babilonios se destacaron por destruir a los odiados asirios en el 612 a.C. Gradualmente, hicieron sentir su poder a todos los pueblos, incluyendo Israel. En el 587 a.C., ocurrió la tragedia: un machetazo cortó en dos la historia de Israel: Nabucodonosor conquistó y saqueó Jerusalén, destruyó su templo y llevó cautivos a Babilonia, en el bajo Éufrates, a la clase alta israelita. Todo esto lo relata la primera lectura de la misa de hoy (2 Crónicas 36,14-16.19-23). Fueron años de una gran tristeza como lo narra el Salmo 136: Junto a los canales de Babilonia / nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión [otra manera de hablar de Jerusalén].
Pero en el 537 a.C., aconteció algo que llenó de alegría a todos los pueblos cautivos en Babilonia: los medos y persas bajo Ciro, derrotaron a los babilonios. Ciro les mandó algo totalmente inesperado: [El Dios de los judíos] me ha encargado que le edifique una casa en Jerusalén, en Judá. Quien de entre ustedes pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él, y suba!» Cuando el Señor cambió la suerte de Israel, les parecía soñar, sus bocas se llenaron de risas y de cantares (Salmo 126).
Hoy, en Juan 3, 14 21, escuchamos un anuncio todavía más sorprendente que el mandato de Ciro. Ante el aumento de la maldad humana, Dios responde con una ternura capaz de sacudir al corazón más duro: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Basta creer en Jesús para empezar a vivir una vida diferente.
Al mirar la cruz, miramos hasta dónde llegan la tenebrosa maldad humana y la luminosa bondad de Dios.