Desde los tejados
Diálogo de sordos y mudos

<STRONG>Desde los tejados<BR></STRONG>Diálogo de sordos y mudos

El Evangelio de hoy, Marcos 7, 31–37 sitúa a Jesús atravesando una zona  no judía. Le presentan a un sordo que apenas podía hablar. La petición de la gente es que le imponga las manos, gesto reconocido entre los judíos. Pero Jesús se llevó al sordo a un lado, le apartó de la gente y “le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua”. Estos dos gestos, comprehensibles para el sordomudo, eran comunes entre los curanderos paganos. El hombre quedó curado, y Jesús les mandó que no lo dijeran a nadie, pero ellos proclamaban con insistencia: “Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos.”

¿Quiénes son nuestros mudos y sordos? Hoy reflexiono sobre la vida familiar donde muchos adolescentes prefieren ser mudos a la hora de contar a quién encontraron  en la fiesta y cómo les fue en el examen. Los muchachos les administran a los papás un tratamiento de monosílabos por gotero. Sospechan que no serán comprendidos por los adultos. Ese mismo joven monosilábico, en un ratico, no parará de hablar por el celular, dándole al “mi loco” los detalles de todo lo ocurrido.  

Por su parte, los jóvenes, señores de la madrugada, son sordos a los consejos de sus padres. Consideran que papá y mámá se escaparon del paleolítico superior, período concluido hace 30 años, cuando no existía la Internet y los dinosaurios se acostaban a las diez de la noche.

El primer paso para los padres y educadores es rechazar los gestos y  las palabras de la sociedad, que idolatra a los jóvenes para vender sus productos, y luego los descalifica cuando critican sus incoherencias. Como Jesús en el Evangelio, hay que llevarse a los jóvenes aparte, comunicarles que uno los toma en cuenta como personas y emplear gestos que ellos entiendan: el respeto y la paciencia con sus incómodas afirmaciones juveniles de independencia.

Los jóvenes sordos aceptarán en sus oídos los dedos de sus padres, si esos mismos dedos fueron agarrando sus manos juveniles en la mesa, el lápiz y la bicicleta.

Aunque parezca inútil, hay que gastar la saliva propia, con pausa y dulzura, para comunicar esa aceptación que destraba la lengua de los jóvenes y hace suspirar a los adultos.

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