Desde los tejados
Vamos a la otra orilla

<STRONG>Desde los tejados<BR></STRONG>Vamos a la otra orilla

Oscurece en el mar de Galilea y Jesús invita a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla” (Marcos 4, 35 – 40). La otra orilla es la zona llamada Decápolis, tierra de paganos sometida, según los judíos al dominio de los espíritus malignos.

También hoy en día nuestra Iglesia está invitada a navegar hacia la otra orilla que comenzamos a ver en el Concilio Vaticano II (1962 – 1965) y cuyos planteamientos siguen siendo todavía un horizonte no alcanzado.

Que los laicos y laicas asuman sus responsabilidades en una Iglesia que se comprende, antes de ninguna distinción jerárquica, como la asamblea de los convocados por el anuncio de la Buena Noticia y sumergidos por el bautismo en la experiencia de la pascua de Jesús. Que la Palabra sea la fuente de la vida de la Iglesia. Que interpretemos los signos de los tiempos, para servir con mayor lucidez. Que seamos tan solidarios, que podamos decir con verdad: “los gozos, las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay  verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. (Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual, No. 1).  Algunos católicos se han quedado anclados en la orilla conocida, repitiendo el mismo discurso, negados a aprender a remar, mientras les vocean a los paganos de la otra orilla: ¡vengan, crucen! Otros, con audacia ingenua nos lanzamos al mar de lo desconocido, esperando llegar a la otra orilla y enfrentar sus desafíos. Remábamos seguros de la nave de la Iglesia, y más de nuestras fuerzas. Luego vinieron las tormentas que sacudieron la frágil navecilla de la Iglesia y descubrimos que nuestras fuerzas no bastan para cruzar el mar.  En medio de mar proceloso, hemos escuchado el mismo reproche del Maestro, “¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe?”  Muchas veces la cobardía nos ha paralizado. Lo que nos daña no es la tormenta, sino nuestra fe mediocre que nos deja encerrados en nosotros mismos, en lugar de confiar en Aquel que también es Señor del viento y del mar.

Hoy como ayer, nos toca ahondar en la pregunta verdaderamente urgente: ¿quién es éste?

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