Deshijar plátanos, destaponar oídos

Deshijar plátanos, destaponar oídos

 TONY PÉREZ
Cuando los platanales tienen exceso de hijitos en los troncos, el campesinos dominicano los desmacha o deshija para facilitar nuevos bríos a las plantas principales y mejorar la producción. Cuando los oídos exceden la capacidad de aguardar cerumen y tapan el conducto, los especialistas aconsejan limpiarlos con cuidado para recuperar la audición plena.

Pero ni los autollamados sindicalistas del transporte ni los dirigentes populares ni algunos funcionarios oficiales han aprendido de las fructíferas experiencias del sabio hombre de la campiña y menos de los especialistas casi siempre dados a los discursos intrincados.

Hace muchos años que las protestas populares y los reclamos de “sindicatos” fueron contaminadas con el aderezo de las drogas, la delincuencia común, las armas de fuego ilegales y la sordera. Esto es casi un axioma.

Y hace muchos años que los muy activos jefes y voceros de esas organizaciones se limitan a desligarse de tales acciones delictivas que de una vez atribuyen a otros intereses ajenos a sus propósitos.

Graves sin embargo han sido las consecuencias sociales de esa tibia actitud.

Ya no es posible, por ejemplo, que un periodista cubra cualquier manifestación popular sin entrar a fase alto riesgo de muerte. Cuando el pueblo reclamaba en las calles, por razones de integridad personal el periodista tenía la opción de cubrir esa fuente eventual desde el lado de los contingentes policiales que tenían las armas para matar. Y mataban; por tanto, los agentes eran los desacreditados.

Desde la perspectiva del comunicador, era preferible una pedrada de un manifestante que un tiro de un policía rabioso. Simple lógica.

Ahora no, ahora los tiros de armas de guerra salen de cualquier sitio y matan policías que están en el campo de batalla, pero también periodistas, niños, ancianos, jóvenes, mujeres embarazadas. El descrédito ha alcanzado el otro frente. Aunque parezca mentira, esta “hermosa” manera de reclamar no cayó del cielo; obedece a planes bien definidos que contemplan el sacrificio de vidas humanas y otras diabluras. Quién lo niega si policías, políticos, dirigentes comunitarios y la mayoría de los pobladores de los barrios saben quiénes son los protagonistas de la violencia callejera y, sin embargo, se hacen los locos. A lo más que llegan es a decir que no vale la pena denunciar porque -dicen— las autoridades son indiferentes o porque el problema no nos afecta.

Casi me convenzo de la complicidad directa de muchos dirigentes con la violencia de las calles. Me acerco a creer que, paradojas de la vida, en la sociedad del conocimiento esta gente no mide el éxito de las protestas en función de las conquistas de ejecutorias oficiales sino a partir de la cantidad de muertos, heridos y daños a la propiedad pública y privada. Porque cada asesinato de pobre lo anotan como otra puñalada certera al poder establecido. Irracionales, ellos asumen que así desestabilizan. Inhumanos, ellos pensarían que matar o poner en juego las vidas humanas es una obra de bien que debe ser reconocida con un monumento.

De ahí la resistencia a deshijar o desmachar las protestas. De ahí su sordera que empero a veces se justifica con la otitis de algunos funcionarios envanecidos con el poder.

Si emularan al campesino de los platanales, los dirigentes de este tiempo desmacharían de sus reclamos todo asomo de drogas, armas, politiquería y corrupción. No ser indiferentes ante problemas sociales de amplio espectro es una bella manera de construir la credibilidad que tanta falta les hace para protestar sin inducir a la violencia callejera.

No obstante, esa acción quizás está fuera de su agenda. Como no está en sus propósitos escuchar con humildad los consejos para destaponar un poco de cerumen de sus oídos y escuchar el clamor general: “Estamos jartos de ustedes”.

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