Desigualdad y resentimiento social

Desigualdad y resentimiento social

LUIS R. SANTOS
Leyendo una interesante obra del señor Zbiniev Brzezinski he encontrado un planteamiento suyo que bien podría traspolarse a nuestro país: el antiguo asesor de seguridad nacional del gobierno que encabezara Jimmy Carter en EEUU afirma que el gran empuje del terrorismo de origen religioso, ese terrorismo fanatizado hasta la médula ha encontrado en las desigualdades sociales de los países musulmanes un buen almácigo o semillero para desarrollarse a sus anchas.

Para este experto en asuntos árabes, que tuvo una participación destacada en el ensamblaje de la Yijab Islámica contra los invasores rusos en Afganistán, la indiferencia ante el aumento de la pobreza siguen fomentando el desinterés de los musulmanes por la vida, y se sabe que cuando la gente no tiene muchas esperanzas de alcanzar niveles de bienestar aceptables, entonces es atacada por un profundo pesimismo, por un enorme desencanto que le convierte en presa fácil del fanatismo, de la sinrazón. Afirma además Brzezinski que la corrupción de las élites de esos países petroleros está provocando un profundo malestar en las mayorías, a las que poco les importa el discurso contra el terrorismo enarbolado por sus gobiernos y los Estados Unidos.

En nuestro país se ha analizado muy poco el fenómeno de la delincuencia relacionándolo con las grandes desigualdades sociales existentes en el mismo. A las élites dominicanas se les endilgan muchos pecados, y dentro de los más mencionados está el de no haber propiciado que el crecimiento económico que hemos logrado no haya sido capaz de reducir los intolerables niveles de pobreza que afecta a la mayoría.

Cuando en días recientes se desató la polémica, tal vez una de las más efervescentes, sobre de si somos o no un estado fallido, el tema de las desigualdades sociales tuvo un papel preponderante en el debate.

Y es que en realidad somos una sociedad demasiado desigual, una sociedad con una minoría que tiene tanto poder adquisitivo que a veces averguenza. Y esa gran desigualdad va provocando resentimiento.

Dirán muchos que las fortunas de ciertos grupos han sido sudadas, trabajadas hasta el agotamiento. Tal vez sea cierto; pero también es cierto que muchas de esas riquezas han sido conformadas al amparo de la evasión de impuestos, del favoritismo político, de la especulación, del tráfico de influencias y una importante mayoría en base a la explotación de sus semejantes. Porque es innegable que los poderosos grupos económicos del país han podido acumular tanto en virtud de los bajos salarios, de las irrisorias pensiones y de los pocos planes compensatorios que ofrecen a sus asalariados. Por eso vemos que cada año la fortuna de unos pocos se engrosa en miles de millones de pesos mientras que sus conciudadanos se empobrecen a ritmo vertiginoso.

Y aquí entra en juego la condición humana. Los seres humanos tenemos una tendencia natural hacia el egoísmo, una tendencia a ser indiferentes ante el dolor y el sufrimiento ajenos. Y por eso explotamos a nuestros semejantes a fin de engrosar nuestros patrimonios. En el caso de la epidemia de delincuencia e inseguridad que nos agobia, las desigualdades sociales juegan un preponderante papel. La desigualdad no permite que muchos jóvenes, con deseo de hacerlo, estudien. Las desigualdades sociales no dan la oportunidad a muchos padres de procurarles una educación y un nivel de vida decentes a sus hijos. Y la mayoría de nuestros ricos no hace nada a favor de sus semejantes, no sabiendo que esa actitud conspira contra ellos, sus familias y sus patrimonios. Porque cuando sacamos de la calle a un joven y con nuestro aporte lo ponemos a formarse en un politécnico o en una universidad le estamos quitando un miembro a una banda de delincuentes del futuro.

En días recientes tomó notoriedad el caso de una joven de trece años que acababa de graduarse de bachiller y soñaba con estudiar en la PUCMM. Pero por ahí andan miles y miles de dominicanos y dominicanas graduados de bachiller y que no podrán ingresar a la universidad o a un politécnico porque sus padres no tienen siquiera para pagarles el pasaje. Otros querrán trabajar y no encontrarán dónde hacerlo; otros trabajarán pero sus magros ingresos y el impiadoso horario no les permitirán estudiar.

Y así hablamos a veces de que somos un paraíso. Y sí, somos un paraíso, pero para una minoría que ya ha empezado a sufrir las consecuencias de su ceguera, de su falta de solidaridad, de su indolencia ante los males sociales de la mayoría, de una mayoría que ha empezado a buscar culpables, de una mayoría que ha empezado a resentirse, y que también, para desgracia suya, es la que más sufre los males que causan la pobreza y la marginalidad, porque esa mayoría es la que convive cotidianamente con los delincuentes y las balas perdidas, los asaltos, robos y violaciones. A la minoría privilegiada a veces le toca un secuestro, pero también está siendo víctima de la acechanza, del terror que causa la delincuencia. Y hasta que entendamos que una sociedad con tantas desigualdades sociales no tiene más alternativas que cambiar o perecer, seguiremos trillando el camino equivocado, el camino que conduce al caos, a la disolución.

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