Despedida de un grande

Despedida de un grande

 

 

Fue un titán. Era un titán. Y sé bien lo que digo. Era un gigante, humanamente hablando. Era de una agudeza y de una inteligencia fuera de lo común. Veía con claridad allí donde los otros arrugaban los ojos para atisbar apenas. Consideraba los asuntos, todos los asuntos, con una mezcla de vehemencia y contención que en nadie he conocido tan cuajada, tan bien lograda, como en él, y en eso residía, a mi modo de ver, uno de sus encantos.

Se reía sanamente de cuanto provocaba hilaridad, que es material que abunda entre nosotros. Se reía de sí mismo, del teatro del mundo, de todos y de todo con una risa siempre franca, de hombre sin mezquindad, una risa que no ponía distancia, que acercaba. Con ese mismo sentido del humor aceptaba las chanzas de quienes lo queríamos, dentro de un marco de respeto que nunca transgredió. Ni nosotros tampoco, por supuesto. Y qué risas, qué hermosísimas e inolvidables risas.

Era un hombre culto bien oculto detrás de una humildad y de una sencillez para nada fingidas. Era apasionado, pero no rencoroso ni sectario. Era solidario hasta el asombro, y generoso, y altivo sin jactancia. Enfrentó situaciones complejas y difíciles con la convincente sangre fría del que se sabe decidido a todo. Del que vive sin poses. Del que no hace de su coherencia un motivo de ensoberbecimiento.

No fue, pero lo hubiera sido, el líder de una izquierda que bajo la tutela de alguien de su estatura podría haber contribuido al ordenamiento de tanta ficha suelta como hay en las teselas de nuestro trastocado mosaico político, en vez de andar todo el tiempo buscando celebrar la ceremonia de la confusión, siempre enredada en las patas de sus propios caballos. Logró, en compensación, un liderazgo que a partir de un momento dejó de ser parcial, partidista, ideológico, para trocarse en ese otro, de orden emocional, en el que junto al líder se admira al hombre mismo, por su entereza frente a la adversidad y frente a todo.

Pertenecía a un partido, pero lo trascendió. Consiguió ser, por sí solo, un partido. Se convirtió en un polo de atracción al que acudía imantado todo el que rechazara como él lo mal hecho, la chapuza, el desorden, la carencia de fe en nosotros mismos. Su ejemplo hizo que miles terminaran poniéndose a su lado, sin carnet de por medio. A veces me pregunto adónde habría llegado si la salud del cuerpo (no la del alma, que nunca le cogió ni un resfriado) no le traiciona en su momento de mayor esplendor, reduciéndolo al mínimo, forzándolo a pelear al mismo tiempo contra los malandrines que le salían al paso y contra las maldades de su propio organismo.

Sé bien que era un pragmático, un gran pragmático, y que nunca se anduvo con rodeos a la hora de plantear y defender aquellas prodigiosas orquestaciones de lírica política que tienen todavía a mucha gente con el pasmo en la cara. Pero no hay quien le pueda señalar un ultraje, un abuso, una traición, una debilidad a la hora de la hora, el hurto de una simple estampilla de correo. Ay, si pudieran. Y si pudieran, qué tristeza tan honda, qué desconsolación tan espantosa. Pero no pueden, y ahí está su grandeza, su triunfo indiscutible, y también nuestro orgullo.

Le sobraba valor, y no porque desconociera el miedo, que debió de sentir no pocas veces, sino por la firmeza con que lo combatía en su interior con unas armas que nunca le fallaban: la fe en sí mismo y la confianza ciega en la bondad intrínseca del hombre, asunto discutible que no voy, sin embargo, a discutir, porque no hablo de mí, sino de él.

Era, por último, en el mejor sentido de la palabra, bueno. Y así, como Machado en su verso inolvidable, hubiera podido definirse él también, de haberlo deseado, que no lo deseó. Porque era, para colmo, de una modestia impresionante y no andaba con aires ni donaires ni se las ingeniaba para que otros se los celebraran. Los reconocimientos que le hicieron en vida —ahí están sus autores todavía—, fueron siempre de una espontaneidad a toda prueba, probablemente fruto de esa misma actitud suya de no buscarlos nunca.

Yo me sumo a ese grupo en esta hora con idéntico fin, agradecido del inmenso favor de su amistad y de su ejemplo. Pero no teman. No les voy a salir con la simpleza de que nuestro gobierno o nuestro Presidente han perdido con él al mejor funcionario que tenían. Su mérito no estaba en ser mejor que nadie, ni menos todavía en ser el único en no se sabe qué, que no lo era (en el gobierno abundan los honestos y probos como él), sino en ser único, tal y como lo leen, y eso quiere decir irrepetible, que carece de igual, una categoría a la que solo los dotados de una gracia especial consiguen elevarse.

Y no voy a seguir, que la tristeza, cuando se la alimenta, termina por crecer más de lo aconsejable. Y él no hubiera querido que me pusiera triste. Quede claro, eso sí, que esta no es una nota necrológica. El que lo piense así ignora lo que es una nota necrológica. Esto es la verbalización de un estremecimiento, la mostración de una herida de esas que empiezan a sangrar y no hay quien las repare ni las pare, ni nada. Es a la vez un acto de homenaje a Miguel Cocco de parte de quien sabe el hermano del alma que se le ha ido con él.

A Natacha Sánchez, Eduardo Selman, Víctor Bisonó Pichardo, Temístocles Montás, Soledad Álvarez, Guarocuya Félix y, por supuesto, a Norge Botello, así sea en el recuerdo.

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