Después de dos devastaciones

Después de dos devastaciones

Unas, conocidas como “Las de Osorio” (1606), cuando los poblados del norte y oeste de la isla, entonces entera bajo dominio español, fueron trasladados al centro y al Este en los asentamientos de Bayaguana y Monte Plata, lo que permitió a franceses e ingleses, desde “La Tortuga”, incursionar en las zonas despobladas, y en décadas asumirlas como propias.

La otra, se generó también en la costa norte predominantemente, cuando en virtud de lo establecido en la Convención dominico-americana (1906) se entregó las aduanas a la administración norteamericana, y los procesos de importaciones y exportaciones se comenzaron a concentrar en Santo Domingo.

Lo que se acentuó tras el Tratado Trujillo-Hull (1942), cuando Trujillo pasó a usufructuarlas.

Desde el primer momento se hizo creciente el declinar de Sánchez, de Puerto Plata y de Montecristi, y de toda aquella Costa Norte que tras la guerra Restauradora había florecido bajo la pujanza triunfadora de los productores del Cibao.

Desaparecieron de manera sucesiva los ferrocarriles y los puertos, salvo el de Manzanillo que por unas décadas creció por el influjo espasmódico del guineo, como crecen y mueren todas las economías de zafras, y como aconteció en otros países de la zona, que en una sola generación vivieron de esperanzas y murieron de abandonos ahogados en recuerdos.

Cerrada como fue a cal y sangre la frontera haitiana desde 1937, el comercio dominico-haitiano se reinicia a partir de febrero de 1986, cuando huye Duvalierito.

Mientras, los puertos de Macorís y La Romana se hicieron embudos con la boca ancha para la exportación azucarera y el de Azua desapareció sin que muchos recuerden cuándo aconteció; el de Barahona, aparte de azúcar, logró exportaciones de minerales (bauxita, sal y yeso), sin que en ninguno de todos esos puertos el intercambio comercial estimulara un crecimiento ajeno al monocultivo o a la exportación de artículos sin valores agregados.

Lo aduanal quedó para Santo Domingo y su vecindad y aquellos otros puertos se hicieron tristes a toda hora.

Hoy se escucha el reclamo del recuerdo en aquellos pueblos que reclaman sus puertos y añoran el sonido silenciado de sus railes, y se siente una inclinación a complacer la demanda de una restauración del pasado, cuya gloria y riqueza se agiganta en las aguas multiplicadoras del presente, con una demografía ampliada y en una realidad absolutamente distinta.

Si en 1606, con el recurso Osorio la isla perdió la primera oportunidad de integración al comercio mundial (que había abierto el Descubrimiento de América y estrangulaba la propia España con la imposición de su monopolio comercial en el Continente), hoy, tras las pretensiones autárquicas de un dictador que se adueñó de todo, y de cinco décadas dando tumbos en la búsqueda de una definición nacional de progreso y desarrollo para todos, es preciso concluir en que la mayor riqueza a explotar por la isla, es la posición geográfica.

Por lo que los puertos necesarios hoy no son los puertos del recuerdo y la añoranza; deberían ser puertos para el turismo de masas y para la capacidad creciente de consumo y exportaciones de la propia isla; para las consolidaciones de cargas que expandirá en grande la ampliación del Canal de Panamá, así como lo que se deriva de los vigentes acuerdos de Libre Comercio que nos asignan el papel de goznes tricontinentales.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas