Si algo positivo dejará la pandemia que azota parte de la humanidad será las lecciones de vida, que solo los necios podrán olvidar, y los más sabios guardarán en sus mentes, en sus corazones, como un recordatorio de que la vida humana es tan frágil, que basta un viento contagioso para perderla.
Será difícil olvidar esta experiencia traumática marcada por lamentables pérdidas de vida, así como pérdidas económicas todavía no calculables, que una vez más, dejarán al desnudo la vulnerabilidad de los seres humanos ante la enfermedad y la muerte.
Pocos mortales muestran humildad; todo lo contrario, la raza humana es soberbia, una casta que desde sus inicios siempre ha jugado a ser Dios, de tal forma que actualmente observamos cómo la ciencia y la tecnología son capaces de crear y diseñar personas. Recientemente, un científico chino anunció que había creado dos seres humanos inmunes al VIH con la técnica de la modificación de genes.
Hoy día se clonan animales, plantas, se desarrollan alimentos transgénicos, y no son pocos los que dicen que incluso en la tierra ya existen seres humanos transgénicos, sin mediar las consecuencias éticas. Se toman decisiones sobre la existencia, la vida y la muerte. La ingeniería genética crea y diseña personas que puedan cambiar sus cuerpos y mentes sin enfermedad alguna, según modelos previamente establecidos; sin embargo, todavía tenemos el mismo cuerpo y la misma mente de nuestros antepasados, y finalmente todos morimos.
En las últimas décadas las transgresiones en torno a la vida son tantas que los “sabios” de la genética parecen no aceptar la naturaleza finita del ser humano, con potestad limitada, de tal manera que ni siquiera con todos sus conocimientos científicos han podido impedir el arrollador paso de un virus que muchos están convencidos de que fue creado maliciosamente para exterminar a un buen número de personas mayores y bajar la población mundial; una pandemia que en breve tiempo ha transformado la tierra en un verdadero “valle de lágrimas”, atrapada en las garras de un monstruo convertido en una peste letal.
Todo ha sido como un despertar apocalíptico que nos conduce, nos obliga, a redescubrirnos como seres con cuerpo y alma, convencidos -no todos- de que lo único infinito en los humanos es precisamente el alma, que más allá de la partida física, nunca muere.
La pandemia, cuyo nombre no quiero mencionar, continúa aterrando, pero el mundo sigue girando, el sol iluminando nuestras vidas, la luna alumbrando las oscuras noches, y las estrellas fulgurantes alegrando el firmamento como un mensaje de fe y esperanza. Cuando todo pase, porque tendrá que pasar, volveremos a la vida rutinaria de familia, valoraremos cualquier tipo de trabajo por humilde que sea, como los quehaceres domésticos, cocinar alimentos, hasta los más sofisticados. Se agradecerá la vuelta a los colegios, a los centros educativos, hasta los atascos vehiculares, y los días, las noches de ocio con la familia, los amigos, en fin, todas las sencillas, pero necesarias, acciones que dan sentido, que impregnan color, a la vida cotidiana. Entenderemos y agradeceremos las tenencias espirituales y materiales que se nos han conferido para lograr la felicidad terrenal.