El celibato es una ley de la Iglesia católica que comenzó a gestarse en el 1073, y luego, en el Concilio de Trento celebrado en el 1545, se impuso como obligatorio para todos los sacerdotes y monjas.
Han pasado alrededor de cinco siglos y todavía, dentro de la iglesia católica, en el Vaticano no se perfila un cambio al respecto, pese a la gran disminución de vocaciones sacerdotales en el mundo, justo porque muchos jóvenes opinan que les es muy difícil permanecer célibes y castos, sin esposa e hijos.
Es innegable que ser célibe es uno de los mayores sacrificios que deben observar los sacerdotes y monjas católicas, pero, a mi entender, a nadie se le obliga a ordenarse religioso.
Todos los aspirantes a curas pasan años en un seminario, un largo tiempo para reflexionar acerca de su futuro como sacerdote. Aún más, luego de ordenados, si algunos consideran que no pueden ser fieles al voto de castidad, pueden solicitar una dispensa. Jesucristo no habló de obligación, ni de imposición alguna del celibato, pero dejó claro que aquellos que puedan ser capaces de ser castos o célibes, lo sean. En la parábola acerca del divorcio que aparece en Mateo 19, versículo 12, Jesús dijo: Hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres; y hay eunucos que se hicieron a sí mismos eunucos por causa del reino de los cielos; el que pueda ser capaz de eso, séalo.
Es innegable que algunos sacerdotes preferirían que el Vaticano les permita casarse, pero la mayoría desean continuar célibes.