Detrás del espejo

Detrás del espejo

Desde aquel día empecé a pensar en suicidarme. El descalabro me perseguía: fracasado en la universidad y en los trabajos; quise ser atracador y ni en eso me fue bien.

La burla de mis amigos en la huida resuena recurrentemente en mis oídos. La incapacidad de llevar algo a casa aquella mañana, cuando había estudiado con tanto detenimiento los detalles para realizar la acción, fue el fracaso que nunca me perdonaré.

Llegué a aquel sitio unos años antes como ayudante de un maestro de albañilería que daba mantenimientos ocasionales a aquella casa gigantesca donde vivían sólo dos personas y, durante algunas horas, una muchacha de servicio.

Era un cachú: el viejo se la pasaba leyendo en el cuarto de adelante. Abría sin preguntar la puerta de la calle, sin saber quién la tocaba ni qué quería.

Cuando le ofreció al maestro pagarle una iguala para el mantenimiento general de la casa, aceptó sin pestañar. Si le hubiese pedido el doble, el doble le hubiese dado.

Después de la iguala, íbamos con más frecuencia y caminábamos por habitaciones, patio y jardines libremente. Lo que había que hacer lo decidíamos nosotros y el maestro compraba los materiales con sus recursos, que después le reponían.

Me llevé muchos tornillos y herramientas y nunca el viejo se dio cuenta, ni tampoco el maestro.

Yo, desde el primer momento comencé a estudiar las cosas. Era demasiado fácil.

Bastaba con que lograra entrar y después penetrarían los otros.

Ahí, debía haber de todo.

Tocaría; de seguro abriría la trabajadora, y ¡zas! haría coca en un dos por tres.

Sin embargo, había un problema: me podían reconocer.

Había puesto especial cuidado en el peinado; una camiseta más presentable que las usuales.  Creía que estaría diferente  y que no me reconocerían.

Donde me equivoqué fue cuando compré aquellas flores de plástico para simular una entrega, cuando yo había entrado en esa casa tantas veces.

No sé si me reconoció, pero quien abrió la puerta fue él mismo.

Cuando extendió las manos para recibir las flores y firmar el recibo, me miró fijamente e intenté sacar la pistola para encañonarlo.

Me agarró con ambas manos empujándome hacia la acera provocando que la pistola cayera en la cuneta.

Me mantuvo fuera todo el tiempo, sin cerrar la puerta.

 Forcejeamos los dos, abrazados, ya en plena calle, mientras intercambiábamos golpes.

Y comenzaron a pararse vehículos, unos sólo a ver, mientras desde otros se bajaban personas que podían intervenir y no iba a ser en mi favor, por lo que me levanté dejando mi camiseta en sus manos y rescatando en la cuneta la pistola que nunca llegué ni a sobar.

Con ella, amenacé al primero que intentaba bajarse desde una “yipeta”, mientras en la esquina me esperaban dos amigos en un carro.

¡Cuántas fueron las burlas que debí aguantarles!

Si es que un viejo me tumbó la pistola y me dejó sin camiseta.

Sin que siquiera pudiera entrar en su casa, delatado por el plástico de unas flores horrorosas.

¿Cómo no desear ahora matarme?

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