A principio de los años cincuenta del recién pasado siglo XX en la zona rural dominicana se utilizaban receptores de radio que usaban batería de vehículo como fuente de electricidad. Luego la fuente energética se cambió por las llamadas baterías de pila seca marcas Rayovac y Eveready. Los receptores eran mayormente alemanes y holandeses, entre ellos los Telefunken y los Philips. Dichos aparatos tenían circuitos electrónicos con resistencias, condensadores fijos o variables y tubos con filamentos incandescentes. El altoparlante era una bocina única ubicada en la parte frontal del equipo. Con baterías cargadas, en el caso de los de batería “Húmeda”, la bocina se escuchaba con alto volumen a distancia, la misma iba apagándose a medida que disminuía el potencial, lo cual indicaba que había que recargar la fuente, usualmente luego de 24 horas de uso. Las pilas secas en cambio no requerían de recarga y duraban entre 2 y 3 meses.
En la ciudad de Santiago era famoso un técnico apodado “Papito”, el médico de los aparatos de radio. Las quejas más comunes de los clientes eran: a) el radio no suena, b) el volumen no sube, c) se oye un silbido continuo, d) el sonido sale distorsionado, e) enciende y se apaga de repente. Luego de calmadamente escuchar al dueño, el experto pasaba a inspeccionar y conectar el equipo. Utilizaba su multímetro para chequear el circuito y sus componentes. Al final arribaba al diagnóstico; un tubo quemado, una resistencia fundida, un condensador dañado o la bobina de la bocina. Luego de reparado el o los daños informaba sobre el costo total de la reparación.
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Un decenio después en la Escuela de Medicina de la Universidad de Santo Domingo seguiríamos los pasos del Papito, lo único es que en vez de un equipo de radio teníamos a un ser humano convertido en paciente. El enfermo o su familiar era interrogado acerca de las quejas o síntomas actuales. A diferencia del reparador de equipos electrónicos, agregábamos preguntas del pasado tales como si era diabético, hipertenso, epiléptico, o si sufría de algún trastorno emocional. Terminada esa fase pasábamos al examen físico que comprendía la inspección de todo su cuerpo, seguido de la palpación y la percusión corporal para concluir con la auscultación mediante el uso de un expansor del oído llamado estetoscopio. Ya escuchado y examinado el enfermo seleccionábamos una serie de pruebas simples tales como exámenes de orina, sangre y materias fecales. Podíamos ordenar estudios de Rayos X si el caso lo ameritaba.
Ahora decidíamos si internar o manejar de modo ambulatorio al paciente. Se entendía que en ese momento contábamos con una opinión diagnóstica por lo que procedíamos a iniciar el tratamiento de prueba o definitivo. Nótese que la terapia dependía del mal que nuestro hipotético enfermo sufría. Era peligroso y hasta contraproducente invertir, acortar o violar el orden de manejo de los pacientes.
Más de medio siglo después notamos con pena la velocidad con que se escuchan, si es que en realidad oímos con empatía, las quejas de los enfermos. Peor aún, ya no son pacientes sino clientes. Vertiginosamente desaparece el arte y la ciencia médica, siendo reemplazados por el negocio de la medicina.
¡Ojalá volvamos a humanizar los servicios médicos! Hagamos primero el diagnóstico para luego aplicar una terapia específica efectiva.