Dialéctica postmoderna: solidaridad humana y mundo globalizado

Dialéctica postmoderna: solidaridad humana y mundo globalizado

Una de las metas de las principales religiones y filosofías sociales de todos los tiempos ha sido el alcanzar la solidaridad entre los hombres de una misma sociedad y también, de toda la raza humana.

Emile Durheim, uno de los fundadores de la sociología estableció dos tipos de solidaridad: la mecánica, como el tipo de colaboración e integración que se da entre los diferentes actores de la producción en una sociedad tradicional, en la cual todos los hombres generalmente hacen las mismas tareas, por lo cual, la cooperación entre estos es más bien superflua. Un conuquero de Manabao requiere poca ayuda de los demás agricultores para cultivar su conuco.

Acaso el día de siembra y el de cosecha reúne a un par de familiares o vecinos, pero  normalmente un solo hombre realiza todas las faenas. Su relación y solidaridad con otros hombres se debe a vínculos de sangre y parentesco. Contrariamente, en una gran fábrica de una urbe, los obreros casi ni se conocen ni conversan durante las horas de trabajo frente a una cadena de producción. Sin embargo, la labor del operario J-2345 es imprescindible para la labor de J-2346, como la de éste para la labor de J-2347. Aquí los distintos operarios tienen una solidaridad funcional-laboral de tipo organismo, una interdependencia algo parecida a la que tiene una mano del cerebro y éste, del corazón.

En medio del ambiente fabril y del gran desarrollo tecnológico que ha producido y a, la vez,  acarreado la globalización, nos encontramos con el cuadro que Riesman llamó la “muchedumbre solitaria”. En ese mismo contexto había ubicado Durheim el suicidio egoísta.

El individuo, en permanente contacto e interdependencia con los demás, está, sin embargo, en una soledad emocional y espiritual espantosa; con el constante llamado de la sociedad del consumo al placer, a la libertad de elección, proclives a lo que Satanás nos prometió vía Eva y Adán: “consuman, diviértanse… y “serán como dioses”. Elevado su egocentrismo y egolatría, el hombre se aísla emocionalmente de los demás, porque nada separa más que el egoísmo, ni perturba más el espíritu que la egolatría (¡las idolatrías!).

La soledad del varón lo lleva a una extrema dependencia emocional de la mujer. El drama del emigrado, su idealización de la pebeta amada y hasta de la prostituta; la deificación de la madre se dramatiza en los tangos gardelianos (abandonó su viejita, que dejó desamparada… y corrió tras de su amada”) y en “Torna a Sorrento”, en las canciones napolitanas de los emigrantes a Nueva York y Buenos Aires. Los fracasos emocionales de los migrantes, y los desarraigados sociales, terminaban y siguen terminando en el suicidio anómico o egoísta, con demasiada frecuencia también acompañado del crimen pasional.

La tragedia aumenta cuando la modernización atrae la mujer hacia el mercado de trabajo, particularmente cuando nuestro desarrollo aborta en subdesarrollo, y la carencia de empleo, de seguridad y de futuro acogota la esperanza de ser “hombre”: proveedor amado y respetado de su familia, su suprema aspiración terrenal.

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