Diálogo al vapor con Diógenes Céspedes

Diálogo al vapor con Diógenes Céspedes

POR MIGUEL ANÍBAL PERDOMO
Hace algún tiempo, el crítico y teórico de la literatura Diógenes Céspedes y yo acordamos que él respondería a mis perplejidades en torno a la poética de Henri Meschonnic, a partir de la reseña escrita por mí sobre el libro del primero, Al arma contra figuraciones, publicada en Areíto (28-7-2007). En la reseña, yo criticaba algunas de las posiciones teóricas que Céspedes ha sostenido por más de treinta años.

Leída y releída su respuesta aparecida también en este suplemento (8, 15 y 22 de septiembre, 2007), sigo creyendo que la poética de Meschonnic es una suerte de solipsismo literario, pues sólo acepta su propia percepción del texto, y todas las demás teorías son esfuerzos bien intencionados, pero inútiles. Al final, mi desacuerdo con Céspedes carece de importancia: él y yo sabíamos desde el principio que ninguno de los dos iba a convencer al otro. Lo esencial era un saludable intercambio de opiniones.

Debo reconocerle a Céspedes la gallardía con que aceptó el reto y su entusiasmo juvenil al explicarme los aspectos más sinuosos de la poética. Debo destacar que, al parecer, en ningún momento se ha apoyado en insultos para demostrar su punto de vista, ni para contradecir algunas de mis opiniones. No ha dicho que yo soy muy alto, ni que soy muy feo, para poder entender a Meschonnic. Entre nosotros, esto significa mucho, ya que Juan Bosch subraya la susceptibilidad como uno de los rasgos del carácter colectivo dominicano en su libro La fortuna de Trujillo. La respuesta a imaginarias ofensas incluye desde la riña al machete entre campesinos, hasta la propagación de la calumnia más venenosa entre universitarios. Súmese la hipersensibilidad del poeta (y quiero ampliar el significado del término a “escritor”: el que crea a partir de las palabras; lo que me permitirá volver a la etimología griega del vocablo “poesía”). Pues, como dijo Don Quijote, al visitar al señor del verde gabán, no hay poeta que no sea arrogante y que no se crea el mejor del mundo.

En nuestro suburbio intelectual, opinar, ejercer la crítica, es la manera más fácil de ganarse enemigos porque en general se comete un error lógico elemental, al confundir el sujeto con el objeto. En vez de hablar de las contradicciones del discurso, se denigra a su autor. Me parece que oír una opinión mala o buena sobre nuestra obra o nuestra labor ayuda a objetivizar lo que estamos haciendo, si tenemos suficiente madurez intelectual o emocional. Asimismo, la crítica de una obra, con frecuencia, es una excusa para saldar cuentas atrasadas por supuestas ofensas. No es raro encontrarse a cualquier “crítico” -beodo inveterado y con manías de solterona sospechosa-, escribiendo su obra maestra en la mesa de un bar. A falta de otra cosa, un libelo en que describe como borracho a alguien que nunca se ha embriagado ni en público ni en la intimidad, ni en autobuses ni en aviones. Parecería que estamos frente una página del absurdo, ante el dipsómano de El principito de Antoine de Saint-Exupéry, que bebía para olvidar que no debía beber. También lo dijo Freud: el chiste y el lapsus linguae no son casuales; responden a motivaciones profundas del subconsciente. En algunos casos, y para volver a Freud, yo añadiría que provienen de una atormentada identidad que se proyecta en el otro.

Por otra parte, la centuria pasada se caracterizó por el predominio de las ideas absolutas: el dogma religioso y su carga escolástica, los señuelos de la “democracia” y la Nación-Estado, la herencia hegeliana y las utopías racionalistas del marxismo, que enfocaba el pensamiento universal a partir de la dicotomía materialismo/idealismo. La teoría literaria no pudo sustraerse a las pompas de estas solemnes ideologías. Es verdad que las “ciencias” literarias liquidaron el exagerado “autobiografismo” en la crítica del texto, herencia del siglo diecinueve. Pero, al mismo tiempo que las dos guerras mundiales y los genocidios de Hiroshima y Nagasaki enfriaban el entusiamo con los mágicos poderes de la ciencia, la teoría literaria caía en el frenesí neopositivista y a menudo en una pobre esquematización, que lindaba con la matemática. No importaba que, a comienzos del siglo pasado, el surrealismo se hubiera rebelado contra el  positivismo y su producto literario el realismo decimonónico. Se olvidaba también que Albert Einstein, con su Teoría de la Relatividad, planteó que vivimos en un mundo menos estable de lo que creemos. Después la física cuántica empezó a demostrar que Dios sí jugaba a los dados, para estupor del mismo Einstein, quien creía lo contrario. A nivel subatómico, los electrones son impredecibles, no responden a las leyes enunciadas por Isaac Newton.

La última década del siglo pasado supuso la bancarrota de las almidonadas ideologías. Con la caída del imperio ruso, un fantasma escéptico y relativista recorrió el mundo. Las culturas periféricas, las minorías y grupos  subordinados o maltratados por siglos, como las mujeres y los homosexuales, empezaron a gritar con más energía, a reclamar los derechos igualitarios promulgados por la Revolución Francesa en el siglo dieciocho. La teoría literaria arrojó por la ventana todos sus dogmas. El concepto de ficción, entre otros, se resquebrajó, lo mismo que el de “literaturidad”, palabra cacofónica de por sí. El discurso científico y el histórico sintieron la arremetida también, y se empezó a leer las teorías de Sigmund Freud como ficción. Así lo hizo Harold Bloom en el Canon occidental. Sin embargo, Céspedes, fiel hasta la muerte a la poética, sigue creyendo a pies juntillas en un posible método literario universal. No importa que hace más de cuatrocientos años, un bisabuelo intelectual de Meschonnic, el filósofo francés René Descartes, fracasara en su búsqueda del método  universal.

Céspedes sabe que vivimos en una época en que las posiciones dogmáticas son un anacronismo. Intuye que la verdad tiene once caras, once dimensiones, sobre todo en literatura; que la verdad no es plana como la geometría griega de Euclides, sino cubista como un cuadro de Pablo Picasso. Por esa razón, ha sido cuidadoso en aclarar que ni la poética de Meschonnic, “ni esos métodos metafísicos poseen la verdad. Simplemente, el primero tiene más rigor y coherencia interna”. Me luce que esas afirmaciones son una ofrenda de veinticinco centavos a la Diosa de la Posmodernidad, una venia elegante. La poética de Meschonnic, a la luz de las explicaciones de Céspedes, sigue pareciendo un código sagrado, una lengua cifrada, religiosa, al estilo del latín o del sánscrito. No en vano, en Francia, Jacques Réda compara a Meschonnic con un profeta implacable e irónico, quien está convencido de tener la razón. Agrega, sin embargo, que el ceño de Meschonnic se desfrunce cuando escribe sus dulces poemas, y Reda hasta llega a aceptar que con frecuencia Meschonnic parece tener razón. Por su parte, Marina Yaguello juzga la teoría de Meschonnic como marginal, en el mejor sentido del término, sin dejar de reconocer su inmenso talento y su calidad de iconoclasta.

A estas alturas, no sorprende mucho el hecho de que Céspedes afirme que la poética es el método literario por excelencia, el único capaz de agotar el entramado que es el texto, como indica la etimología de la palabra. Un método tal dejaría de lado toda obra clásica que, al decir borgiano, es aquella pasible de diversas lecturas en el espacio y en el tiempo. Para la poética y su fervor “científico”, neopositivista, la escritura parece reducirse a una fórmula mágica o, en el peor de los casos, a una fórmula de álgebra o a una enciclopedia. Basta sacar la clave meschonniciana de la manga y ¡zas!, la obra se hizo. Pero un teórico tan experimentado como Céspedes sabe que el proceso creador es mucho más complejo; que supone un lastre sociohistórico y personal, y que la literatura es un arte como la pintura o la música.

Resulta revelador que Céspedes no mencione ni el placer ni el gusto literarios. Olvida que, para la antropología, el arte es de carácter lúdico, además de relacionarse con los rituales colectivos. Como decía Abraham Moles, en los buenos tiempos del Tel Quel o del estructuralismo francés, la literatura es un mensaje semiproyectivo: quien pone en ellas sus ilusiones, las recibe de vuelta –yo agregaría: enriquecidas-. La literatura no es de carácter solipsista. Quizás por eso, Aristóteles amaba tanto la poesía, aunque tenemos que situarlo en su época. Para él, la palabra tenía un sentido diferente al que nosotros le damos. El pensaría que el poder de la literatura era multifacético y comunal, y que ese poder  residía en su capacidad de satisfacer las esperanzas de cada espectador (lector). Hoy, Meschonnic, aunque excepcional, es uno más.

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