Quedó demostrado fehacientemente en su viaje a Tierra Santa hace dos semanas, que Jorge Mario Bergoglio, nuestro actual Papa Francisco es un eterno creador del diálogo. La paz en Medio Oriente es un viejo objetivo de los más grande países occidentales, pero siempre se han visto interrumpidos con súbitas intransigencias o con obstáculos insalvables.
En su periplo encontró interlocutores dispuestos y deseosos de reanudar el proceso de paz, entre ellos el presidente de Israel, Shimon Peres, y el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas, que por cierto ambos son veteranos dialoguistas. Bibi Netanyahu es otra cosa, es un negociador duro, si no me creen, pregúntenle a Obama. Otro tozudo participante es la organización palestina Hamas, pero el Papa se las arregló para encontrar espacios y llevar esperanzas en todas las direcciones.
Su afán del diálogo es una especie de sello del Papa. Cuando era cardenal, Bergoglio se convirtió en protector de las religiones minoritarias, judías y musulmanas en su país. Francisco describió entonces el antisemitismo en Argentina “como una enfermedad del alma” y, distinguió siempre, entre la religión musulmana y el fanatismo de algunas de sus facciones.
Francisco como cardenal era amigo íntimo del rabino Abraham Skorka y del dirigente musulmán Omar Abboud, que por cierto, los invitó a que lo acompañaran en el reciente viaje al Medio Oriente. Junto a ellos dos, con la cabeza apoyada en el Muro de las Lamentaciones, el lugar más sagrado del judaísmo y el epicentro del conflicto de Medio Oriente, elevó sus plegarias, al dios de las tres religiones abramánicas.
Pero lo que más me llamó la atención del viaje fue la conferencia de prensa en el avión de regreso, en el trayecto entre Tel Aviv a Roma, cuando dejó abierta la discusión respecto a la posibilidad a que los curas se puedan casar. Dijo, “al no ser un dogma de fe, siempre está la puerta abierta”.
Recuerdo el viaje del Pontífice a Brazil, cuando exclamó aquellas palabras históricas, “¿Quién soy yo para juzgar a los gais?”. Así pues, lo repite ahora otra vez, al traer a la mesa del diálogo un tema tabú como es el celibato en la iglesia.
Siempre he creído que el papa Francisco o cualquiera otro príncipe de nuestra Iglesia tiene la potestad de abolir de un plumazo la obligatoriedad del celibato. En los primeros quince siglos de nuestra era cristiana, a los curas no se les prohibía tener sexo.
El Concilio de Trento (1545-1563) declaró el celibato obligatorio. ¿Cuál fue entonces la razón para esa obligatoriedad? Se asegura, que en el Concilio de Constanza (1414-1418), unas 700 mujeres públicas asistieron para atender las necesidades sexuales de los obispos participantes. Se dice que el impacto fue tremendo y la Iglesia optó por la draconiana decisión de imponer el celibato.
De hecho, la mayoría de los apóstoles eran casados y aunque no hay pruebas de que Jesús se hubiese casado, tampoco las hay de que no lo estuviese. Era costumbre que todos los jóvenes judíos de esa época se casaran desde temprana edad, pues el promedio de vida era muy corto y la sociedad de entonces animaba que los jóvenes procrearan con rapidez.
En concreto, el amor mundano en nuestra iglesia católica está causando más baja que la falta de fe. Según Mauro Del Nevo, presidente de la asociación de presbíteros con familia, Vocatio, en Italia hay entre 8,000 a 10,000 sacerdotes casados y en todo el mundo la cifra supera los 100,000. Según un estimado que realizó el L’Osservatore Romano, durante 1970 y 1995 se registraron unos 46,000 sacerdotes que habían pedido dispensas para casarse.
Creo que el celibato es un anacronismo. Tengo cifrada mis esperanzas en que Dios ilumine a nuestro Pontífice para que decida en consulta con las autoridades eclesiásticas pertinentes, que aquellos curas que se quieran casar, que lo hagan y punto. Dios nunca ha prohibido la unión de amor entre un hombre y una mujer, al contrario, Él la alienta y la bendice.