Días de conciliación y ajuste de cuentas

Días de conciliación y ajuste de cuentas

RAFAEL ACEVEDO
El hombre es un animal rítmico, cíclico y ritual. Dentro de su raciocinio contiene un imperativo lógico que lo impulsa a arreglar, ajustar y a poner las cosas en algún orden. El fin de año marca un compás, se completa una jornada de 365 días, cada día estructurado en horas, cada hora en minutos, y estos en rítmicos segundos.

Al final de la anual jornada celebramos el ritual de Navidad y Año Nuevo, constituido por fiestas, saludos, visitas, regalos y una interior revisión de nuestro acontecer y nuestra actuación. Pasamos revistas a nuestros logros y a nuestras metas y deseos insatisfechos, a aquello que atesoramos afectivamente, a nuestras ausencias y pérdidas afectivas.

Al amigo que se fue, a aquellos que habitan la frialdad de unas  relaciones deterioradas. En la hora de hacer los balances de fin de año, pesa como nunca el no haber reparado nuestros errores y faltas a tiempo. Pero la Navidad es siempre una buena ocasión para hacerlo.

Para no pocos la Navidad significa acumulación de compromisos, obligaciones, deseos propósitos y demandas en un período demasiado denso y corto. Peor aún, si pensamos en los interminables tapones y colas en calles y tiendas; y todavía más si recordamos a los millones de pobres que no tendrán siquiera un bocado o algo fresco para llevarse a la boca. Algunos no quisieran verla llegar y se entristecen y se deprimen más que en ninguna otra época del año.

Hace algo más de 2000 años,  Jesús vino a recomponer nuestras vidas, a proponernos la reconciliación con Dios, a restaurar la relación que descuidamos, a construir la que nunca nos ha interesado. Por eso, la Navidad es época de recordar el nacimiento de Jesús y de renacer interiormente, de plantearnos y comprometernos con nuevos propósitos, de tomar cada aspecto de nuestras vidas y rehacerlo de nuevo, si es preciso. Por ello, este momento del año tiene que ser vivido con ánimo desenvuelto y decidido, jamás con  melancolía y pesadumbre.

Muchas personas no se dan cuenta completa, ni aprovechan la gran oportunidad que es la Navidad, y la toman como una simple tradición, según la cual que hay que comprar, consumir y regalar cosas, escuchar cierta música y cumplir ritos y obligaciones, pero no entienden que esta es una oportunidad de dejar antiguas cargas, algunas que nos han esclavizado por largo tiempo y entregarlas a Dios: “Venid todos los que están cargados y afligidos y yo los haré descansar”. Por igual hay miles que se angustian porque no tienen las cosas que anhelan, y no hacen uso de lo que Dios tiene para ellos: “No tenéis porque no pedís”, dice el Señor:…“mi pueblo perece por falta de conocimiento”, dice la palabra, porque la ignorancia del hombre de las cosas de Dios y su desvío del plan divino, lo colocan en valles de sombra y caminos de desesperación.  

Si la Navidad no se vive de acuerdo a los planes de Dios, caemos en la trampa cultural del enemigo de celebrarla en la mayor y más vana superficialidad. No importa que la celebremos con nuestros familiares, si Dios no está en medio de la fiesta, lo que hacemos es un culto a Baco y a otras deidades menores y perversas.

Al final de año nos encontramos de cara a un juicio propio, hecho también y a menudo solamente, de nuestra comparación con lo que real, pero más que nada, supuestamente, otros han logrado. Cada año se  nos cumple tan puntual e inexorable como un pagaré de una deuda que o pagamos o no pagamos, cumplimos o no cumplimos. Cuando hemos hecho las cosas correctas de una manera correcta, hemos propiamente cumplido el año; cuando no hemos hecho lo debido, el año se nos ha cumplido, como un plazo fatal que se nos ha vencido.

No debemos malgastar este tiempo ni en tan siquiera un solo instante de resquemor o de melancolía: Navidad y Año Nuevo son, pues, un desafío, una oportunidad de ajustar cuentas consigo mismo, de enderezar el rumbo, y encaminarnos hacia mejores horizontes. También de compartir bienes y alegría, y de orar por los demás y por nosotros mismos.

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