Lo que este país tiene que destinar anualmente al pago del petróleo y sus derivados ha crecido en forma dramática.
Decir que lo que en 1998 costaba a esta economía 4.1% del Producto Interno Bruto (PIB) y que ahora, en el 2005, será el 8.6% del PBI, indica que en poco tiempo se ha más que duplicado el gasto en la principal materia prima para obtener energía sin que por ello creciera la producción ni aumentaran la productividad y la captación de divisas. Por el contrario, algunas cifras sobre el comportamiento de sectores como el turismo y zona franca y el monto de la exportación de bienes (que se estancó desde hace largo tiempo) expresan que la nación se ha movido fundamentalmente a consumir, no a producir más, atrapada en su dependencia del petróleo y a los esquemas de su uso ineficiente.
Solo existen algunas probabilidades pocas que puedan impactar en grande como ahorro para diversificar las fuentes energéticas: aprovechar los vientos o la radiación solar todavía de tecnología costosa o producir etanol con la posibilidad de ir gradualmente resucitando a los ingenios y sus plantaciones para darle a la caña una utilización más provechosa que molerla para azúcar; y las hidroeléctricas, que es parte ya de la realidad nacional pero que no iguala en volumen a lo alcanzado por los centroamericanos.
Lo que mejor puede hacerse es emprender una sustitución drástica del uso de plantas de electricidad de costosa operación. Sometida a la urgencia de superar un agudo déficit de generación, la República Dominicana adoptó en su momento un esquema de producción de electricidad muy oneroso y basado en contratos leoninos.
Mientras, en zonas turísticas, especialmente en el Este, compañías eléctricas de envergadura apropiada a la demanda regional, se instalaron con generadores muy eficientes, para brindar, con cero apagones, una energía más barata.
El fenómeno de las «edes» y de empresas generadoras que impusieron criterios a conveniencia, constituyen un marco que agrava con creciente intensidad, el efecto que sobre la economía tienen los altos precios del petróleo.
La obtención de electricidad a precio más bajo que el actual, y de suministro estable, es imprescindible para que disminuya el uso generalizado e intenso de plantas propias, uno de los componentes importantes del crecimiento de la factura petrolera.
II
En el marco anteriormente descrito, viene a situarse un dilema: el Fondo Monetario Internacional (FMI) recomienda la supresión del subsidio generalizado del gas licuado de petróleo (GLP) a las familias pobres y de clase media, así como al transporte, a pesar de que, a decir verdad, se trata de un derivado del petróleo -lograble también en estado natural a costos convenientes- cuyo consumo merece estimularse.
El GLP ofrece importantes ventajas relativas: su costo final, incluyendo el transporte, resulta menor que el del crudo al tratarse de un producto terminado, y su combustión, en todos sus empleos, es recomendada por limpia y eficiente y porque no daña el ambiente.
En un país en el que el régimen impositivo sobregrava las gasolinas y el diesel oil (que es en verdad el que hace posible subsidiar al gas con un mecanismo cruzado) el gobierno y el FMI deberían preocuparse significativamente por lo que es práctico y saludable a la economía de la nación en vez de desvelarse por la supresión de erogaciones.
Acogiéndose a la realidad, el subsidio al gas puede ser visto incluso como una inversión para preservar la calidad de importantes consumos masivos en los hogares y el transporte, además de que, definitivamente, la presión impositiva sobre la gasolina y el gas oil afecta a todas las capas sociales y en algunas de ellas, que bien merecen facilidades para usar el GLP, descansa lo poquito que tenemos de tranquilidad social, en estos tiempos de recesión y agudas insatisfacciones.