Dimensiones y diluvios de Miguel Ramírez

Dimensiones y diluvios de Miguel Ramírez

Marianne de Tolentino

Curar, pensar, jugar… así nos acoge Miguel Ramírez en el Museo de Arte Moderno. Es sin duda una de las más grandes exposiciones jamás realizadas en nuestra primera institución para las artes visuales, y en el arte contemporáneo, con la de Jorge Pineda, una de las dos individuales mayores en extensión, en calidad y en riqueza.

Esta muestra retrospectiva de 25 años, que descarta felizmente la cronología, es el hecho de un artista muy especial, asombrosamente complejo, que reúne talentos y oficios de ceramista –su identificación frecuente–, escultor, instalador, artesano, reciclador, dibujante, pintor…. también escenógrafo, teatrero, actor, poeta. La lista completa se nos escapa: debemos mencionar su dedicación profesoral, facultad de enseñar que se apreció en la visita guiada, ¡repetidamente aplaudida por un nutrido grupo de seguidores!

Es la primera vez que abordamos la exposición de un artista luego de compartir una visita guiada por el propio artista… Fueron casi dos horas de explicaciones amenas y un tiempo fugaz: el recorrido meticuloso, desde planteamientos y logo inscritos en la pared, nos retornó finalmente al punto de partida. Una obra-símbolo, la palma al revés, concluye… e inicia el circuito, aunque con un tratamiento muy distinto.

“Diluvios en equilibrio” se titula la exposición. Disfrutamos intensamente este “diluvio” de obras, que invade muros, inunda salas, se desparrama en dos y tres dimensiones, cuatro con la implicación… Sin embargo, todo culmina en un “equilibrio” reencontrado: es arte pobre, inspirado, comprometido, de una estética incuestionable. ¡La interpretación es nuestra! Ahora bien, el visitante accede a las propuestas y se siente gratificado, un fenómeno a menudo escaso en la creación contemporánea.

Tiempos fuertes. Pueden transcurrir períodos sin que Miguel Ramírez exponga, hasta en colectivas, pero cada vez que se presenta, suscita un fuerte interés. Así, en la efímera galería Alinka, nos había impactado su participación: “Miguel Ramírez, en una presentación espectacular, hace galas de un talento y oficio polifacético, que combina segunda y tercera dimensiones… hasta en los cuadros. Demuestra un dominio conjugado del espacio, de distintos materiales, del ensamblaje, de la incrustación, hasta de los clavos –impresionantes en esculturas colgantes cuales artefactos de magia–. ¡En la más extraña iconografía impera la belleza!”

Esta consideración corresponde exactamente a lo que acabamos de percibir en el MAM, con formas y formatos mayores. Aunque habría que mencionar y comentar –como lo hizo su autor– cada una de las obras, nos referiremos a algunas en particular.
Las bienales sabían premiar entonces: la instalación espectacular del pie atravesado por remos sigue conmoviendo, más que nunca la relacionamos con los desventurados migrantes, y, ¡ojalá Miguel, con esta escultura, realice el sueño… de un monumento! Igualmente distinguido fue aquel impresionante rosario, iconográfico, descomunal, emblemáticamente dominicano, ¡de la(s) pelota(s) a la devoción mariana!

Desde la realidad al concepto y a la ideología, casi siempre Miguel Ramírez desarrolla así su discurso: que se trate de una cuchara gigante, llena de agua del Caribe… y mar de caribeños, de dos zapaticos viejos como alegoría de la infancia desahuciada, o de dos casuchas, unidas y separadas, cual metáforas de una relación, necesaria y bipolar, entre República Dominicana y Haití. ¡Poco importa la escala, el mensaje llega y la obra convence!

Arte pobre, arte rico. Miguel Ramírez, aparte del llamado permanente a las conciencias, muestra un extremo conocimiento de los espacios, de las formas, de los componentes, que él utiliza, y espontáneamente penetramos en el mundo físico de sus obras, a la vez experimental, autónomo y perfectamente dominado.

Siempre tenemos presente la afirmación del poeta Charles Baudelaire cuando decía que la ciudad le había entregado lodo, y él lo había transformado en oro… El artista –poeta, no lo olvidemos– confiere a los materiales más humildes e inesperados, valor, eficiencia, seducción sorprendentes, y el contemplador le responde, participante y divertido… Por cierto, esa sonrisa que provocan las instalaciones –casi todas–, entra en su ideario: Miguel Ramírez invita el contemplador, no solamente a pensar, sino a “jugar”, uno de los tres planteamientos iniciales.

La obra es seria, grave, pero lúdica… por ello involucra y apasiona. Se nos confronta con un abultado forraje, amontonado en una mesa, y esa masa informe comunica el resultado aberrante de costosas y sofisticadas reuniones de expertos que no resuelven nada… ¡La materia prima, tan humilde, aquí se vuelve símbolo!

En otro contexto, el artista la “moldea” en escultura fascinante: al final de la muestra, aquel gordo de paja, sentado en un banco, revive a vagabundos andantes… como el ilustrado Doctor Anamú, y ciertamente no se olvidará. ¡La metáfora, omnipresente en una creación visual épica, recuerda nuevamente que Miguel Ramírez cultiva la poesía!

Entre los objetos que el artista (re)usa y metamorfosea a su guisa, según el tema, se encuentran los neumáticos, reales o simulados. Pueden ser pintados juegos de niños, o envueltos hermosamente en trapos de colores, o reducidos a armazones colgantes, rellenos de chancletas, ¿abandonadas en la huida? Es un homenaje emocionante a Tony Capellán y sus instalaciones de mar Caribe, salvavidas –o “traga-vidas”– reinventados y evocadores.

Ahora bien, Miguel Ramírez puede alcanzar ese nivel y repetirlo en cada pieza prácticamente, porque él es un excelente dibujante “puro”, como lo testimonian muralmente, aparte de cuadros, un encantador pentagrama, y sobre todo el dinámico y gigantesco mural de “La huida”, con sus figuras, cuales pictografías saltarinas.
La escritura se despliega mágicamente en una pared, colocada encima del mural permanente de José Bedia, otro maestro reverenciado.
¿Cómo definir esta magna y magnífica exposición?
Es la profesión de fe de Miguel Ramírez.

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