Diplomacia y libertad de expresión

Diplomacia y libertad de expresión

DIÓGENES CÉSPEDES
A raíz de la imposición a escala planetaria de lo que llaman globalización, arguyen los partidarios de este sistema político que ya no hay fronteras entre las naciones, que el concepto de soberanía del Estado es asunto obsoleto, relativo, y que el primero que llegue tiene derecho a inmiscuirse en los asuntos internos del país donde se encuentre.

Este predicamento ha encontrado numerosos escollos en nuestro país y en algunos países latinoamericanos que se aferran al concepto clásico de soberanía en cuanto al manejo de la política exterior, ya que, de un tiempo a esta parte, algunos diplomáticos extranjeros (los casos más conocidos: el de los embajadores norteamericanos, los de España, el del Vaticano, a veces el de Francia) opinan y dictan pautas a través de los medios de comunicación acerca de lo que debe hacer o no hacer la República Dominicana en determinadas materias como la seguridad jurídica, las inversiones extranjeras, el narcotráfico, la educación, la inmigración, las relaciones con Haití, la violencia, la criminalidad y la inseguridad ciudadana, la economía y otros tópicos.

Obviando el caso anómalo de la dictadura totalitaria de Trujillo, la cual intentaba someter a su lógica de propaganda a los diplomáticos acreditados en el país, algo de herencia en la conformación actual de la historia diplomática dominicana ha debido tener este hábito de elogio de la política y los logros de aquel régimen por parte de algunos enviados extranjeros ganados para la causa del trujillismo.

Si no lo tuviera, no se explicaría la conducta, ya inveterada, de embajadores como, Francis Meloy Jr., Robert Pastorino, Donna Hrinak, Hans Hertell, de los Estados Unidos, o los Nuncios de Su Santidad, ahora personificados en Monseñor Timothy Broglio, el ex embajador francés Claude Mauret o la actual embajadora Almudena Mazarrasa de opinar y dar pautas de cómo deben resolverse los asuntos locales esbozados más arriba.

A la luz de las funciones de una misión diplomática (esbozadas en libros como los del doctor Horacio Vicioso, Carlos Federico Pérez, Víctor García Alecont) en el sentido estratégico de que un diplomático debe «fomentar las relaciones amistosas y desarrollar las relaciones económicas, culturales y científicas entre el Estado acreditante y el Estado receptor», y añado yo, asumir su defensa constitucional ante ataques injustos.

No es, entonces, una coacción a la libertad de expresión cuando una Cancillería llama a un embajador extranjero, mediante nota escrita, como en la especie de la embajadora Mazarrasa, para comunicarle que no ve con buenos ojos su incursión en asuntos internos que competen exclusivamente a los dominicanos. Lo que se echa de menos es que tal citación no se haga más a menudo con otros representantes diplomáticos que desembozadamente opinan sobre asuntos propios de la política interna dominicana.

En este exceso de los diplomáticos extranjeros tienen algo de responsabilidad de ejecutivos de los medios. Son ellos quienes instruyen a los reporteros para que les entrevisten sobre tal o cual tópico. No se le instruye al reportero que debe preguntar exclusivamente acerca de los asuntos que cursan entre los dos gobiernos en materia de acuerdos relacionados con las funciones de su misión diplomática.

Para que se vea al aspecto al revés, ¿se imagina usted que al embajador o embajadora de nuestro país en Washington, Madrid, París o el Vaticano se le ocurriera ir al «Washington Post», a «El País»  a «Le Monde» o al «Corriere de la Sera» a declarar que el gobierno del país ante el cual está acreditado debe corregir su política interna con respecto a tal o cual tema?

En primer lugar, eso no ocurriría nunca. Los periódicos citados no publicarían la declaración del enviado diplomático y le tomarían por un loco. En segundo lugar, enterado el gobierno receptor, llamarían al diplomático a explicarse ante la Cancillería y, en tercer lugar, de reincidir, solicitarían por la vía correspondiente, su retiro. El grado de institucionalidad de los países imperiales impide que una situación como la descrita suceda.

En países con escaso o nulo grado de institucionalidad, los diplomáticos extranjeros ejercen el derecho del más fuerte o  «expansión del internacionalismo», una de las ideologías legitimadoras del neoconservadurismo. Esto es lo que hacían en nuestro país los cónsules extranjeros en el siglo XIX.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas