Discursos mágicos de taberna

Discursos mágicos de taberna

F. HENRÍQUEZ GRATEREAUX
henriquezcaolo@hotmail.com
La cara del doctor Szabó brillaba bajo la luz de la lámpara. Brillaban también sus ojos, el espeso bigote, las canas de sus sienes. Sonreía y los dientes brillaban dentro de su boca. Despedía una suerte de radiación personal. Aparentemente, la Taberna de la gallina gorda se constituía como lugar del mundo… a partir de Szabó.

Los camareros miraban hacia donde estaba el químico, como atraídos por un polo magnético. Lo que decía podía escucharse con sólo acercarse un poco a las mesas más próximas. Un viejo de cara afilada, con una copa de vino delante, olvidado por completo de sus achaques, atendía absorto las palabras de Krisztian Szabó. Hasta el bartender movía los platos y copas con gran cuidado, procurando no hacer ruidos innecesarios. Alrededor de Szabó estaban sentadas las dos parejas de jóvenes. Panonia y Miklós, que ocupaban la punta de la mesa, miraban embobados el rostro del químico. Ignáz y Maritza, apoyados el uno en el otro y sonrientes, no quitaban los ojos de los labios de su amigo.

– Objeten lo que quieran; no se queden callados como en una estampa de la Adoración de los Pastores. Ustedes, todos, son jóvenes graduados e inteligentes. Yo soy un viejo con la formación académica antigua, es cierto; pero no vacilo en meter el pico en el centro de los problemas. ¡Vamos, díganme que estoy equivocado; que mis argumentos son incompletos, extravagantes o sin fundamento suficiente! Lo primero es, queridos jóvenes, que los científicos inventan más que los poetas: los escritores de ficción son niños de pecho al lado de ciertos hombres de ciencia. Sin ir más lejos, ese Sigmund Freud, el de Viena, creó tantos mitos como Dostoievski y Tolstoi juntos. Desde luego más peligrosos y con menos belleza. ¿Es algo real el complejo de Edipo? ¿Es cierto que existe el subconsciente? La creatividad de los científicos es parecida a la creatividad de los artistas. Pero a veces esa creatividad, en vez de desencadenar grandes gozos colectivos, desencadena enormes problemas sociales o políticos. A los socialistas de Bohemia se les tiene por científicos.

– Me gustaría que Ladislao Ubrique oyera lo que proclama este hombre. Panonia, al decir esto, se pegó del oído de Miklós. – ¿Contestó ya tu carta? – Ni siquiera sé si la recibió. Podrías en algún momento preguntar a Ignáz si Ladislao está en La Habana o en Santo Domingo. – Él no sabe nada del doctor Ubrique. Cuando le anuncié tu llegada no había tenido ninguna noticia de Cuba. – Por favor, dejen de hablar con tanto misterio. Aquí nada es secreto. Ignáz se dirigía a la pareja con desenfado. – A menos que sea un asunto personal, por supuesto.

– Los químicos y los físicos son «autores», como los literatos. La gente no quiere aceptarlo; pero es así. Todos saben que el éter, por ejemplo, un fluido hipotético, fue inventado por un físico holandés que discutía acaloradamente con Newton sobre las ondas luminosas. Ustedes dirán que estos son científicos del pasado, que pertenecen al mundo de los clásicos. Pero la física contemporánea es tan imaginativa como la antigua; tal vez un poco más. Sé que prefieren ejemplos sacados de las teorías sociales. Y los complazco. Rousseau explicaba que el hombre era bueno por naturaleza; que la sociedad lo hacía malo; por tanto, era menester reformar la sociedad para que el hombre recuperara su bondad nativa. Freud, en cambio, creía que el hombre estaba dominado por impulsos animales que solo reprimía por obra de las costumbres, de la moral, las leyes, las creencias religiosas. Podría decirse que según este punto de vista la sociedad, con sus férulas y controles, mejora al hombre. Rousseau es el arranque de las doctrinas que llevaron en Europa a un montón de revoluciones. O sea, al intento de reformar las malignas sociedades existentes. Los chinos, sin embargo, creen otras cosas. Están convencidos de que el mal en el hombre «procede de que no es consciente de su propia virtud». Es la educación la que, lentamente, revela al hombre sus potencialidades. Las virtudes son innatas en los seres humanos; pero requieren el trabajo de un lapidario que talle facetas que las hagan relucir, como ocurre con los diamantes en bruto.

– Miklós, tus amigos no se cansan de escuchar la charla del señor Szabó. Es muy tarde. Creo que debemos volver a la casa. Panonia separó la cabeza del oído de Miklós y preguntó directamente al químico: ¿Cómo es posible que en China haya ocurrido una revolución cultural? Los intelectuales chinos que deseaban «abrazar la modernidad», como ya lo habían hecho los japoneses, decían a comienzos de siglo: «abajo Confucio». Querían destruir su propia tradición, el fundamento de su vieja cultura. O reformarlo. ¿Cómo explica usted estos misterios de la conducta? Tengo gran interés en saberlo; pero hoy no puedo quedarme en la taberna. Praga, República Checa, 1993.

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