Disentería tropical

<p>Disentería tropical</p>

La Habana, Cuba, Diciembre, 1993. La perspectiva propia del escarabajo nunca fue considerada por los pintores cubistas. Es imposible mirar un cuadro con la cara pegada al lienzo. Los discípulos de Braque sólo tomaban en cuenta la perspectiva lineal y la perspectiva caballera, que es la del que ve las cosas desde arriba, como quien va montado en un caballo.

Los escritores contemporáneos están condenados a contemplar los objetos a la manera de los escarabajos, esto es, con los ojos y el corazón bien pegados a la tierra y, a la vez, a ser “escararribas” que miren el cielo y “escaraloslados”, que oteen en varias direcciones. La visión de un escritor de hoy no debe limitarse a una vía única. Es necesario que imponga sobre su oficio “requisitos panópticos”. Pero el escarabajo es la base de toda escritura eficaz. Hay que mantener los ojos pegados al mundo, en contacto directo con los hombres y las cosas. Existen unos animalitos crustáceos que tienen los ojos en los pies. Pertenecen al grupo de los podoftalmos. Los escritores han de llenarse los ojos de tierra a fuerza de escrutar el camino que pisan; no pueden dejar a un lado la “perspectiva central del escarabajo”.

Para contar lo que han visto no tienen más remedio que recurrir a las palabras. Hay escritores que esparcen una lluvia de palabras, como si abrieran una manguera con regadera o una ducha.

Arremolinan palabras alrededor de un objeto o un sentimiento. Los escritores barrocos proceden por aglomeración verbal. Sin embargo, parece que cada cosa reclama la mención de una sola palabra fundamental, la palabra clave que la define. Una mesa es una mesa y no una silla; y la silla, a su vez, no es una cuchara o un tenedor. La economía de palabras tal vez sea la regla de oro, si pudiera hablarse de recetas y leyes fijas para la literatura. A lo largo de la historia van quedando en la memoria colectiva algunos dichos, oraciones, poemas, historias, pensamientos. Son siempre expresiones directas, substantivas, económicas, construidas sobre una palabra esencial. Un escritor es un escarabajo que, hundido en la lodosa realidad, se atreve a echar miradas en torno. para integrar varios ángulos de la visión. A la hora de expresarse el escritor se convierte en un guardián apostado a las puertas del texto, con la finalidad de que no entren palabras superfluas.

Ladislao apartó la libreta cosida donde apuntaba sus observaciones y cubrió con las sábanas las piernas y el pecho. Tenía frío. Eran las tres de la tarde y no había salido de la habitación. El malestar lo había anclado en su cuarto. Brincaba de la cama nada más cuando los cólicos le obligaban a ir al retrete. El cerebro continuaba trabajando pero el cuerpo perdía a ratos la energía. Se tumbó hacia un lado y quedó dormitando frente a una pared. – ¡Ladislao, levántate, tengo los resultados del Ministerio; traje las pastillas! El húngaro escuchó los golpes en la puerta; se sentó, sobresaltado, en el borde de la cama. – ¡Es Azuceno, traigo los papeles del reporte! Ladislao abrió la puerta, en pijama, sin bata, con la barba crecida. – Está demacrado, Ladislao, la disentería lo puede matar si no bebe los medicamentos. Vengo del Ministerio de Salubridad; tardé en llegar porque hay que cumplir con las formalidades de extranjería. Pero me dieron todo: diagnostico, receta y medicinas. Empiece a tomar la pastilla ahora mismo; son las tres; la próxima le toca a las nueve. Iré a avisar a Lidia. Azuceno dio la espalda y salió.

Ladislao bebió la medicina, colocó el vaso de agua sobre la mesa de noche, se arropó con la sábana y cerró los ojos. Unos minutos después quedó dormido como un moribundo. Vio entonces una mujer desnuda entrar en la habitación; se parecía a Lidia pero no era Lidia. La espalda y las nalgas eran parecidas a las nalgas y a la espalda de Lidia; los senos eran blancos y no se parecían a los senos de Lidia, ni a los pezones de Lidia; el pelo de la mujer era rubio por delante y negro por detrás. Ella sonreía mientras daba vueltas alrededor de la cama. Ladislao no podía moverse del colchón ni hablar; no obstante, podía ver a la mujer caminando tan cerca de la cama que pensó hacerle un espacio para que se acostara junto a él. Pero sentía el cuerpo tan pesado como si estuviera envenenado o en coma. En ese momento oyó tocar a la puerta con fuerza; con los golpes la mujer desnuda desapareció. – ¿Señor Ubrique, puedo entrar a limpiar la habitación? Ladislao abrió los ojos, haló la bata de la silla maquinalmente y, sin levantarse, contestó: – venga más tarde, no estoy listo todavía. – Esta bien, volveré en dos horas, dijo la camarera desde el pasillo.

Ladislao sorbió rápidamente el agua que quedaba en el vaso; lo llenó de nuevo de la jarra de vidrio y bebió otra vez hasta vaciarlo. Restregó los ojos para sacudir el sueño, se tocó los pies, el cuello, el estómago, la barbilla. Tomó el papel del Ministerio que Azuceno había dejado sobre la cama con las pastillas y las indicaciones. Leyó: disentería tropical; infección probablemente a causa de cerdos o amebas; peligro de hemorragia y deshidratación; atención ambulatoria; paciente extranjero en servicio oficial. Bruscamente soltó el documento, se puso las medias y volvió a tirarse en la cama. Esta vez usó la colcha para cubrirse. Permaneció despierto varias horas, mirando el techo, hablando para si: – ¡Qué tiempos tan malos nos han tocado! ¿Tendré yo hijos? ¿Dónde viviré? ¿En qué lugar trabajaré definitivamente? ¿Podré publicar escritos en mi país? ¿Volveré a ver a Panonia?

¿Lograré terminar el memorial del siglo XX? ¿Sobreviviré a este cúmulo de peripecias, viajes, amenazas, incertidumbres y enfermedades?

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