Disfrute impune y reclamo inútil

<p>Disfrute impune y reclamo inútil</p>

CARMEN IMBERT BRUGAL
La verdad no le interesa a nadie, reconoce con amargura Eva Joly en su libro “Impunidad. La corrupción en las entrañas del poder.” La jueza de Instrucción que tuvo a su cargo el proceso Elf-Aquitania, Francia, confiesa su decepción con la supuesta persecución en contra de las élites criminales. “Los perros de las Aduanas detectan cocaína pero nada pueden hacer con las cuentas numeradas.”

El Índice de Percepción de la Corrupción que realiza Transparencia Internacional asigna a la República Dominicana un nada envidiable lugar. La escala utilizada es de uno a diez. El diez es “la mayor ausencia de corrupción posible”. La apreciación de empresarios, analistas de riesgo, especialistas financieros concede al país 2.8. Superamos, en el año 2006, el penoso tres conferido en el 2005. Transparencia Internacional define corrupción como “el mal uso de los poderes públicos en pro de beneficios privados.” La definición podría alejar la práctica del concepto legal y sería pernicioso hacerlo. Ese “mal uso de los poderes públicos en pro de beneficios privados” está tipificado en el Código Penal vigente. Los Crímenes y Delitos contra la Cosa Pública están previstos y sancionados en el Título I del Libro Tercero. Prevariación, coalición de funcionarios, usurpación, abuso y exceso de autoridad, concusión, soborno, son infracciones, no travesuras ni deslices coyunturales de servidores públicos.

Aquello que se detuvo en la puerta del despacho de Joaquín Balaguer, seis veces gobernante, acompaña la administración pública desde la fundación de la República. La acción puede desacreditarnos en las mediciones internacionales pero aquí no tiene secuelas. La población reconoce la comisión de la infracción sin repudiar a sus autores. Su mención es mediática, atiza el rumor, sazona campañas electorales. Escasos son los procesos penales y extrañas las sanciones. El descaro admite la actividad como peaje, garantiza validación social en la medida que crea fortunas y permite la repartición y el dispendio en procura de adhesiones.

“Yo formaba parte de aquellos que creen en la grandeza de las instituciones y en la nobleza del poder. Pertenecía a la gran cohorte de ciudadanos comunes que van a trabajar a cambio de un sueldo fijo, pagan sus impuestos, respetan la ley. Había pensado que la corrupción de las élites era algo marginal.”(op.cit) Se impone reconocer que la corrupción citada por la magistrada no es marginal y luce incontrolable. ¿Cómo puede la fragilidad institucional enfrentar entramados públicos y privados, temibles, omnipotentes, cuyos tentáculos atraviesan instancias destinadas a la investigación, acusación y juicio? La nombradía es proporcional al patrimonio. Una persona exitosa es la que posee y da, ostenta y compra. Todos lo saben y lo aceptan. Su bienestar no es auscultado. Funcionarios designados o electos exhiben su riqueza sin recato, con alegría y satisfacción. Nadie averigua el origen y muchos gozan con su existencia. La correspondencia entre salario y estilo de vida es inexistente. Está confirmada la inextricable connivencia entre el poder económico y el político y la impunidad como efecto inmediato.

Resulta admirable la perseverancia de los voceros de organizaciones que representan algunos sectores de la sociedad civil. De manera constante demandan, denuncian, proponen. Sus proclamas ocupan espacios públicos y concitan comentarios. Vigilan, dictaminan. En ocasiones, retan. La insistencia ha logrado cambios considerables, aunque efímeros. Sin embargo, en el extenso e intenso proceso de construcción democrática el balance es desalentador. La actitud de los políticos es de franco desdén a la solicitud de transparencia. Cuando les conviene, y para inhabilitar al contrario, citan alguna investigación auspiciada por una de esas organizaciones o parodian sus demandas. En el momento de la arenga y la suma poco importa la conducta. Lo importante es la eficacia para ganar o mantener prosélitos.

Encomiable es la labor de los dirigentes de esas organizaciones que agrupan sectores de la sociedad civil pero la situación es crítica, la indiferencia extrema. El respaldo colectivo a sus propuestas y denuncias, nulo. Ninguna de las encuestas creíbles, realizadas en el país, registra un rechazo contundente a la prevariación, coalición de funcionarios, usurpación, abuso y exceso de autoridad, concusión, soborno. Admiten, eso sí, que existe la corrupción y aumenta, empero, su erradicación no es prioridad. Y los políticos actúan en consecuencia. Pretender un cambio de actitud porque sí, es ingenuo. La impunidad es aceptada por invencible. La profusión de crímenes y delitos cometidos por los miembros de las élites- políticas, empresariales, eclesiásticas, militares- es costumbre. Se pervierte el Ministerio Público y el Poder Judicial en tanto y en cuanto funcionan sólo para sancionar a infractores que carecen de prestigio social o fortuna.

La jueza que logró acumular indicios suficientes para procesar a los responsables de una de las mayores tramas de corrupción detectadas en Francia, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, afirma con pesar y contundencia: A los ojos de la historia, nuestra generación cargará con la responsabilidad de haber dejado desarrollarse, en la estela de la globalización, gérmenes letales para la democracia. La banalización de la corrupción es, de hecho, el reverso de una sociedad mercantilista en donde el dinero tiende a convertirse en el único criterio de valor y en el único horizonte del individuo… La banalidad invade la sociedad dominicana. Afecta la credibilidad y solemnidad de los organismos encargados de mantener vigente el estado de derecho. Permite el libre disfrute de los bienes obtenidos a través del crimen y convierte en inútil el insistente reclamo.

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