Tratamos el pasado sábado el tema de tener los humanos “cuatro cerebros”. Con la venia de mis siempre amables lectores, me voy a permitir disentir de ese juicio, por lo que tendré que “conversar” sobre mi propia experiencia en el campo de las neurociencias. En lo personal tengo más de cuarenta años cerca del cerebro y aún no lo conozco. Esta saga inició desde antes de yo ser médico, como ayudante de profesor (monitor) de neuroanatomía en la UASD y el INTEC. Luego de esto, pasamos al Instituto de Neurología de Inglaterra. Regresamos al país y hemos hecho una práctica de la neurología tanto pública como privada, dentro de normas muy estrictas de humanismo y de la ética más entesada por muy variadas razones, entre otras, por la índole de mi estirpe familiar.
Desde que publiqué mi primera obra sobre el tema (Guía Práctica de Neuroanatomía) a la fecha, son muchos los descubrimientos que se han logrado en el campo de las neurociencias. En esa época solo disponíamos del registro de la actividad eléctrica cerebral (EEG), de las imágenes radiológicas estáticas y del estudio del líquido cefalorraquídeo. El salto en el desarrollo tecnológico de las neurociencias en todos estos años ha sido logarítmico. Hoy se plantea que el cerebro puede ser manipulado a distancia, y mientras antes observábamos, hoy podemos intervenir.
Esta moderna tecnología con la que un rayo de luz logra cambiar la acción de territorios cerebrales, se llama optogenética, la que permite intervenir en el sistema nervioso de un modo tan rápido y preciso como no se había imaginado nunca antes. Gero Mieseabock, de la Universidad de Oxford, es uno de los padres de ese método. Este utiliza para realizar esos cambios en el cerebro modificaciones bacterianas, iguales a las que forman el “tercer cerebro” que mencionamos el pasado sábado.
Todos hemos experimentado esas “mariposas” revoloteando en nuestros estómagos, por exámenes, por estrés, por retos sociales, hasta por estar enamorados. Nadie discute la importancia del plexo solar, el que describimos como situado detrás del estómago. Esa relación entre el tracto digestivo y la mente, no es toda una construcción metafórica, ya que existe una conexión mediante una red extensa de neuronas, sustancias químicas y hormonas, que de forma contante proveen información mutua.
La relación es tan estrecha que el cerebro y el tubo digestivo consumen más o menos la misma cantidad de energía por unidad de masa, ambos gastan el 15% del coste metabólico basal del cuerpo.
Los intestinos (vacíos) y el cerebro son de un tamaño parecidos y de un peso de poco más de 1 kilogramo ambos. Pero los primeros humanoides, los “homos”, cambiaron un intestino largo por un cerebro grande.
Sustento que sigue siendo el cerebro el órgano rector, apoyado mi punto de vista en el constructivismo somos casi idénticos a nuestro cerebro. La psique es una actividad concreta. Ese órgano rector que es capaz de manejar más de 100 millones de impulsos al día, pero felizmente tenemos una “almendra” en la profundidad cerebral, el tálamo, que nos protege dejando llegar a la corteza cerebral solo aquellos que nos ayudan a sobrevivir.
Tenemos por igual un sistema límbico, que es el asiento de todas las emociones cerebrales, sistema que funciona 80 veces más rápido que la corteza cerebral. Por último tenemos un tejido “nuevo” en la evolución cerebral, la corteza (sustancia gris), la que nos da inteligencia mental en todo lo que implica el pensar, sacar conclusiones, resolver problemas. Opino por todo esto, que los otros tres cerebros mencionados (plexo celíaco, bacterias intestinales, microbios cerebrales), aunque secreten dopamina y serotonina, no “piensan” y debemos dejarlos como “cerebros” entre comillas.