Disquisiciones sobre la reforma fiscal

Disquisiciones sobre la reforma fiscal

De entrada hay que reconocer que el diseño y ejecución de una reforma fiscal en las presentes circunstancias nacionales de crisis financiera, es una tarea extremadamente difícil e ingrata, y que conlleva un serio ejercicio de responsabilidad.

Aunque algunos no lo crean toda reforma fiscal en un país pobre y en crisis, con una deuda social inmensa con más de la mitad de la población que sobrevive en niveles de pobreza, tiene el objetivo de aumentar las recaudaciones.

Sólo los países ricos y dominantes, como los Estados Unidos, pueden darse el lujo de realizar reformas fiscales para reducir la carga impositiva, como lo hizo el recién fallecido presidente Ronald Reagan, especialmente en beneficio de las grandes corporaciones y los más ricos. Aunque a la vuelta de pocos años se multiplicaran los déficits fiscales de la economía norteamericana que, desde luego, no son vigilados por los organismos internacionales.

Pero elevar la carga tributaria en momentos de fuerte inflación, sobre el 70 por ciento en los últimos 12 meses, tras una devaluación sobre el 150 por ciento en año y medio, no resulta de ninguna forma fácil ni libre de injusticias y desproporciones.

Más aún cuando se sabe que el subsidio a la energía y el gas propano está costando ya más de 20 mil millones de pesos anuales. Mucho peor, cuando se consideran los estimados, de entre 35 y 40 mil millones de pesos, en que se cifran los intereses anuales de los certificados financieros emitidos por el Banco Central, primero para honrar los depósitos en tres bancos quebrados y luego para contener la devaluación.

En pocas palabras esto significa que aunque no hiciéramos ninguna reforma fiscal, habría que buscarse entre 55 y 60 mil millones de pesos anuales sólo para mantener los subsidios y pagar esos intereses.

En tal caso la situación se complicaría excesivamente, por cuanto se caería el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y la renegociación de la deuda con el Club de París, que en lo inmediato nos evita tener que pagar unos 200 millones de dólares. El país quedaría sin crédito internacional y con otras complicaciones, razón por la que ni los más radicales plantean ese camino.

Estamos presionados por todos lados a realizar una reforma fiscal. Primero por las carencias nacionales, por la crisis financiera en que nos sumió la corrupción pública y privada, y segundo por el sistema internacional, que en esta época de la globalización resulta inevitable.

El mayor problema que tienen en estos momentos los planificadores de la reforma fiscal es de dónde sacar los 35 o 40 mil millones de pesos para cubrir los intereses de los certificados financieros. Hay casi consenso en que es imposible cargarlo sobre los contribuyentes. Y que es injusta una reforma fiscal sólo para pagarlos.

Se concluye en que la salida es un préstamo internacional, imposible sin contar con Estados Unidos. Y resulta que sus funcionarios locales como los enviados que nos visitaron a fines del año pasado, se han empeñado en decir que del tesoro de Estados Unidos no sale un dólar para cubrir un déficit originado en un escándalo bancario de corrupción pública y privada, a menos que todo se ponga transparente y se haga justicia.

Por ahí parece que quedamos atrapados, porque ha habido de todo menos transparencia y nos encaminamos una vez más a la impunidad. ¿Habrá tiempo todavía para corregir esos rumbos?

En cualquier caso, las autoridades nacionales, especialmente las que asumen el gobierno el próximo mes, tendrán que apelar a la asistencia internacional. Pero mientras tanto, habrá que establecer un consenso mínimo para los requerimientos de la reforma fiscal.

Los dirigentes políticos y sociales y los comunicadores están obligados a actuar con la mayor honestidad y aceptar la realidad en que estamos inmersos, aportando ponderación y colaboración para encontrar soluciones.

Estas soluciones pasan por una reducción de los intereses que paga el Banco Central, con algún gravamen, aunque sea pequeño para distribuir la carga entre todos, por una disminución siquiera a la mitad de los subsidios a la energía y el gas, focalizándolos en los más pobres, y por mayores cargas impositivas, especialmente sobre los sectores que más pueden pagarlas.

Esta vez resulta inevitable una reducción de los 380 mil empleados del Estado, siquiera en un diez por ciento y un plan para desmontar otro 10 en el plazo de un año. Eso y una real austeridad gubernamental son imprescindibles para que todos acepten los nuevos sacrificios que se imponen.

Ya están identificados una serie de incrementos de impuestos que sin dudas abatirán aún más el poder adquisitivo de quienes tienen ingresos fijos. Y eso también requerirá alguna compensación, aunque sea pequeña, y no sólo al salario mínimo. Debe recordarse que en 1991 las reformas fiscales que conjuraron la crisis conllevaron un aumento general de salarios del 40 por ciento. Esta vez no parece que pueda ser tan elevado, pero no menos de la mitad.

En cualquier caso, la hora no es para posiciones dogmáticas ni encerramientos. Siento pena por quienes tienen que tomar las decisiones. Porque están muy difíciles.

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