Atormentado y dolido por un mundo que crece en malignidad, salto fuera, entrando en un tema lejano: el lenguaje.
En sus orígenes, el lenguaje es resultado del capricho saltarín del hombre, es consecuencia de chispazos antojadizos.
Según Génesis, durante la Creación Dios puso nombre a parte de sus obras; llamó a la luz, “día” y a la oscuridad “noche”; llamó a lo seco “tierra” y al conjunto de agua “mares” y así continuó. Sin embargo dejó a Adán la facultad de ponerle el nombre que se le antojase a los animales y las aves, disponiendo que el que Adán escogiese fuese el nombre de ellos…
Desde entonces ha estado el hombre inventando nombres y se asombra uno, mirando hacia atrás, del enorme esfuerzo que costaría recordar cada nombre ya pronunciado y no llamarle, de repente, cabra a la paloma o mosquito al cocodrilo.
Se tiene entendido que las hipótesis más antiguas sobre el origen del lenguaje se deben a Demócrito, el filósofo atomista, y luego a Platón -cuyo nombre verdadero, dicho sea de paso, era Aristocles, pero cuentan que su maestro de escuela, a causa de la amplitud de su pecho lo llamó “Platón”, lo que nos hace pensar en la antigüedad de los apodos burlones-. El caso es que Demócrito afirma que el lenguaje es una institución arbitraria, caprichosa, mientras en el diálogo platónico, Cratilo se plantea el problema del origen natural del lenguaje. Según resume el escritor y profesor salmantino Martín Alonso y Pedraz, para Platón “las palabras imitan la naturaleza de las cosas; la esencia de éstas nos es conocida por las palabras”.
Es una tesis que se las trae, porque realmente la esencia de la importancia que le damos a las cosas se puede descubrir por la palabra que empleamos para llamarla. Los idiomas existen en razón de intereses diversos y se fueron formando separándose de originarias raíces y hasta de ramas a causa de las diferencias entre unos pueblos y otros.
Cuestión de valoraciones.
Que yo sepa, no hay idioma en el cual la palabra guerra tenga tanta fuerza como en el alemán: “Krieg” (suena Krig, con la k filosa, amenazante, y la r gutural y resonante). Igualmente, no sé de otro idioma en que la misma actividad suene menos belicosa que en italiano, en el cual “guerra” suena algo así como “güer-ra”, y podría uno cantarla acompañado de dulces acordes de guitarra o mandolina en una noche iluminada de luna.
Como decía Platón, las palabras imitan la esencia natural de las cosas.
No obstante mis limitados conocimientos de alemán, fue durante mi estancia en Hannover que una tarde, en la cocina de la casa en que vivía, encontré que la tabla para cortar pan tenía en góticas letras rojas un fragmento del Padrenuestro: “unser taglich brot gib uns heute” (nuestro pan de cada día, dánoslo hoy) y la fuerza de la palabra “hoy” en alemán: “heute” (suena jóite) me hizo comprender la fuerza aleccionadora de ese mensaje de Jesucristo, me hizo entrar en el significado “real” de la palabra “hoy”.
Por lo visto los alemanes le dan más importancia al hoy que nosotros y que otros. Desde hace mucho me ha llamado la atención la fuerza que tiene la palabra “hambre” especialmente entre los cibaeños. Ellos -parece que convencidos de la fuerza de lo femenino- en lugar de “el hambre”, dicen “la jambre”, con una jota desusadamente fuerte. Otro ejemplo es la fuerza que los capitaleños le damos a la palabra que se usa para dinero: “cuartos”. Solemos decir “mi cuarto, ¡quiero mij cuálto!”, con fuerza inigualable.
La importancia del vocablo está impresa en su vigor intrínseco, en su compacticidad.
Mejor pensar en estas cosas y no en las otras.