Divagaciones de un melómeno

Divagaciones de un melómeno

Me cuento en el número tan reducido como excéntrico de quienes creen a pie juntillas que al corazón de la belleza sólo la música permite acceder. Dificulto que pueda darse mayor espiritualidad en el ser humano que cuando es capaz este de adentrarse en el misterioso e insondable lenguaje melódico. Pues la fascinación que la música ejerce en quien sabe escucharla no nos enfronta a buen seguro –tengo copia de razones para entenderlo así- a una mera experiencia estética; no se contrae su elixir embriagador a las galas con que viene ataviada en sus formas de superior linaje. Hasta donde mi ignorancia en la materia lo consiente, se me hace que la belleza musical apunta a lo más sustancial, íntimo y auténtico del alma; importa un sentido moral que rebasa toda cuestión estética; no se limita a lo artístico, trasciende con mucho el plano de una simple excelencia de corte calológico.

No es otra la explicación de que me aferre con entusiasta testarudez a la enigmática poesía que atesoran sus notas y compases. Que ser capaces de extasiarnos ante su diafanidad y esplendor sonoros es acariciar la parte medular y divina oculta en nuestra carne. La música, con su carga renovada de vida nueva, se adhiere como el musgo a la piedra húmeda a la zona más genuina, feraz y permanente de la propia existencia. Sin su belleza no hay virtud. Cuando no está presente, la naturaleza humana se degrada de manera irremediable; porque no puede vivir el hombre –si de verdad lo es- sin nobleza y dignidad y sólo allí, en la transparente compañía de la alta música, se realizan a cabalidad tan irrenunciables valores de la criatura humana. La armonía musical no será nunca algo vano, externo u ostentoso. No es, démoslo por sabido, ornamento y artificio del cual cabe prescindir como nos despojamos del atuendo usado, sudoroso, al fin de la jornada de trabajo. Constituye, por el contrario, y así lo sostendré mientras no se me demuestre que estoy equivocado, la más significativa y elevada expresión de la verdad humana; una verdad de infinita pureza, de luz y de horizonte… Sin música –no es menester ser compositor o instrumentista para afirmarlo- la vida es un erial.

¿Cómo subsistir en medio del desierto? Una existencia despojada de la hermosura de la música sólo atina a remolcarse por el polvo como arrastra el triste presidiario sus pesadas cadenas. El aire que respiramos, el agua que bebemos, los alimentos que ingerimos nos permiten subsistir, pero sólo la belleza, cuya suprema manifestación en la música y únicamente en la música se nos revela, nos infunde el ánimo y la fuerza para seguir viviendo. Aspiro a un mundo musical, es decir, a un mundo en el que todos los seres humanos seamos capaces de extasiarnos ante la perfección inconmensurable del cosmos. Un mundo así tiene por fuerza que ser mejor que éste en el que la fortuna tuvo el capricho de arrojarnos. Pues quien ama la música no tiene tiempo para ser malo. Es ése el valor práctico y ético de la belleza cuando deja de considerársela objeto de reflexión intelectual, mero tema sobre el que ejercitar la disciplina de la mente, para convertirse en vía franca por donde día a día, minuto a minuto, enderezar hacia los pagos del más opimo enriquecimiento de nuestra psiquis.

La música sólo se puede escuchar para disfrutarla. No se la puede poseer. La relación con las cosas que postula el querer y la tenencia es tergiversadora, es impura; al extremo de que únicamente cuando no queremos ni codiciamos, cuando ha desaparecido el deseo de posesión y nuestra mirada es eso y nada más, simple mirada, es cuando descubrimos el alma de la realidad: su belleza. Observo un prado que me interesa adquirir para urbanizarlo dividiéndolo en parcelas que se ofrecerán a la venta y entonces no estoy viendo el prado sino sus relaciones con mi ambición de lucro. Pero si al contemplarlo no me mueve el querer y sólo dirijo la mirada despreocupada y virgen a su verde follaje, al esplendor risueño de su fronda, todo cambia y ahora y sólo ahora sucumbimos deslumbrados a su hermosura.

Y aunque es fama que si algo nos aproxima a la divinidad ese algo es la música, se me antoja que, paradójicamente, no existe nada más terrenal y práctico que ella. Me asalta la sospecha, en efecto, -hasta ahí llega mi candidez- que la música sería capaz de salvarnos del desastre, de sacarnos con bien de la calle ciega en la que nos hemos arrinconado sin remedio con toda nuestra flamante, orgullosa y sofisticada civilización industrial moderna. Lo bello esclarece, enaltece y vivifica. Y –ya quedó dicho- si hay una expresión humana donde florece la belleza a plenitud, esa es la música.

¿Utopía de un soñador?… Tal vez. Pero como agudamente señalaba Hermann Hesse “Las utopías no están ahí para realizarlas servilmente, sino para someter a discusión la posibilidad de lo difícil, pero ansiado, y para fortalecer la fe en esa posibilidad.”.

La experiencia cotidiana me ha demostrado que cuanto más afino mis antenas interiores, cuando más me sensibilizo a las cosas hermosas de la vida, más comprensivo, tolerante y amoroso me torno, más tiendo a convertirme en un acto creador global; más me transformo y siento que, a mi contacto, se transfigura lo que me rodea; menos estoy dispuesto entonces a permanecer impasible frente a lo que envilece, corroe o impide la realización de la esplendente meta que inspira mis acciones. De donde concluyo que nacemos para la belleza como surge el ala del ave para el aire o la escama del pez para el silencio abisal de las heladas aguas. Vivir no puede ni debe ser otra cosa que embellecer la vida. No hay otra misión en el mundo que le haya sido asignada a la criatura humana de mayor monta y entidad que esa…

Va de suyo que en una sociedad donde todo está vuelto de cabeza no puedo pretender que las opiniones vertidas en los renglones que anteceden provoquen otra cosa que burla e irónicos comentarios. Lo que no impedirá que siga creyendo que es preciso entregarse sin reservas al tesoro de belleza que la música encierra. Es imperativo abrir el corazón al amor de la música y a la música del amor. Muy lejos estoy de compartir el dictamen de Pío Baroja en el sentido de que “Los aficionados a la música son, en su mayoría, gente un poco vil, amargados y sometidos.”; ni mucho menos la irónica afirmación de Téophile Gautier de que “La música es el más caro y desagradable de los ruidos.”. En absoluta oposición a tales juicios me sumo a la postura de Addison cuando sostiene que es “la música, el bien más grande que los mortales conocen, y todo lo que del cielo podemos conseguir.”; y coincido con Shakespeare cuado asevera que “El hombre que no tiene música en su interior y que no se conmueve con la armonía de los dulces sonidos, es capaz de todas las traiciones, de todas las insidias y de todos los latrocinios.”.

Este mundo tal cual es niega la música. La música –confutación de la bajeza y la fealdad- es la añoranza y la promesa de un mundo mejor que, si nos lo proponemos, acaso podamos entre todos construir.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas