Divagaciones en torno al intelecto

Divagaciones en torno al intelecto

POR LEÓN DAVID
Antójaseme hoy adentrarme en parajes fragosos. Me dispongo, con la venia del lector, a deshilvanar algunas presurosas consideraciones –acaso socorridas– acerca de la función y naturaleza de la tarea intelectual.

¿Por qué –valga la pregunta– abordar semejante cuestión constituiría más arriesgada empresa que la de reflexionar sobre otro asunto, habiendo tantos igualmente arduos a los que la mente alerta y el espíritu curioso podrían con provecho entregarse?… Ante objeción tan oportuna, apenas atino a esgrimir dos argumentos: primero, que el tema con el que pretendo ahora atafagarte nada tiene de novedoso; ha sido, por el contrario, ampliamente debatido en más de una ocasión; y muchas de las plumas que se han dignado participar en dicho debate son –¿cómo no reconocerlo?– harto más autorizadas, doctas y perspicaces que la mía. ¿No resulta entonces –hagamos ejercicio de franqueza– cuando menos aventurado ponerme a dilucidar una embrollada materia sobre la que se ha hablado hasta por los codos y, en no pocos lances, con acierto envidiable e indiscutible fundamento?

…En segundo lugar, por si no bastara la justificada prevención que acabo de introducir, me asalta la sospecha de que el problema al que con ciega temeridad he acordado referirme, es parte de esa especie arisca y espinuda de criaturas ideales cuyas polémicas dentelladas suelen escarmentar las manos de quienes intentan domeñarlas. Pues si cosa discreta cabe afirmar del trajinado asunto que nos preocupa, esta es, demos crédito a las evidencias, que pareja cuestión tiene la virtud de soliviantar los ánimos de cuantos se abocan a su estudio, al extremo de que la caldeada temperatura de la discusión suele encaminar la controversia hacia el terreno hosco de la beligerancia y de la parcialidad, ámbito dialógico casi siempre reñido con la probidad del juicio y la contundencia irrebatible de los hechos.

Sea lo que fuere, puesto que pecando de arrojado e intrépido resolví sumergirme en la maraña de semejante controversia, no tiene sentido que eleve al cielo tardías lamentaciones; más a cuenta me trae procurar agarrar al toro por las astas… Veamos:

Al considerar la voz «intelectual», ¿qué idea tiende a configurarse por modo espontáneo en nuestra mente? No incurriré en extravío –espero– al adherirme a la opinión de que para la mayoría de las personas el intelectual es ese individuo que trabaja fundamentalmente con el cerebro, que desarrolla una actividad profesional en la que la gimnasia del pensamiento es objeto de desvelado cuido y privilegiada reverencia. Seré yo el último –téngalo por seguro el lector– en reputar improcedente esta primera y, sin lugar a dudas, básica acepción de la palabra. De este significado hay que partir, pues no me parece impugnable que uno de los atributos esenciales del intelectual es ganarse el sustento diario dando empleo a su materia gris y a sus neuronas antes que haciendo uso de la fuerza muscular o la mecánica destreza, como es el caso del agricultor, el soldado, el albañil o el deportista.

Empero, la distinción que antecede, si bien destaca un aspecto importantísimo del tema que nos ocupa, puede ser tildada, no sin cierto fundamento, de excesivamente general y, por tanto, de vaga e imprecisa. A las pruebas me remito: ni el maestro de escuela, ni la secretaria ejecutiva ni el oscuro burócrata que detrás del escritorio despacha rutinarios papeles, ejecutan labores físicas agobiantes y, sin embargo, que se vean impelidos a emplear su mente preparando la lección de historia, redactando la obsecuente carta de agradecimiento o elaborando el informe técnico de fin de año, no debe llevarnos a conferirles el título de intelectuales, que en su caso sería inaceptable usurpación.

Y, puesto a buscar, se me hace que tampoco el laureado ingeniero de sistemas, el especialista en física nuclear o el prominente economista (consintamos tres ejemplos de un inventario que podría alargarse indefinidamente) ameritan ser catalogados, merced a sus impecables recomendaciones académicas como idóneos representantes de la orgullosa casta intelectual.

Porque, si de apariencia no me pago, puede un individuo graduarse en la universidad y adquirir el diploma de doctor con las más altas calificaciones, puede incluso vivir en compañía de eruditos volúmenes la mayor parte de su tiempo, sin que ello sea motivo suficiente para que le incluyamos entre quienes cumplen la insobornable función reservada al intelecto. ¿Cuál es esta función?: Crear con toda libertad, criticar con tino y sin inhibiciones, desentrañar los apetitos a que obedecen y las metas que persiguen los hombres, esas que confieren un sentido histórico y trascendente a la aventura humana; combatir por un ideal de dignidad y perfeccionamiento espiritual que ha de mostrarse irreductiblemente adverso a cualquier asomo de menoscabo a la soberanía del pensamiento o de merma del derecho al abierto debate de las ideas y a la investigación independiente; justipreciar los hechos y comportamientos sociales no de manera aislada y fragmentaria sino tratando de encontrar una clave que permita descubrir los ocultos propósitos de las doctrinas sustentadas, así como las tendencias profundas que, cual soterrado río, tras lo obvio, declarado y manifiesto, circulan y presionan.

Aunque se ocupe de ciencias naturales o de matemáticas, interesa siempre al auténtico intelectual el destino de la humanidad, y no puede, en consecuencia, permanecer apático o indiferente ante el abuso, la arbitrariedad y la coacción. El futuro de la sociedad en la que vive y el sentido de la existencia humana son dos preocupaciones que hallarán constante cabida en la esfera de sus intereses. Porque lo que a fin de cuentas distingue al verdadero intelectual del técnico, del especialista y del erudito, es que en contraste con estos, en el caso del primero el conocimiento instrumental no se contrapone de modo irreconciliable con el disfrute de una vasta y sólida cultura; ni la profundización en áreas restringidas del saber, mengua la vocación de universalidad de su espíritu curioso y de su altiva reflexión; ni la adquisición laboriosa de un cúmulo de informaciones mediante la consulta de fuentes de difícil acceso, le impiden elevarse por cima del polvo que levanta el tropel de los datos e interpretar con lucidez los problemas cruciales de su época.

Podrá ser el académico consumado experto en astrofísica, en psiquiatría, en lenguas comparadas, en lo que sea…, que su relieve intelectual no va a depender solamente del acierto con que se desempeñe en la angosta esfera de su especialidad, sino también, y de modo muy particular, de su propensión a defender con firmeza, donde quiera que esta se vea atropellada, la causa de la libertad de conciencia, expresión y crítica, que es, en resumen, la causa de la libertad humana, fundamento de todo progreso, columna vertebral de todo cambio, sustrato último de toda posible renovación.

Muchas cosas se han quedado en el tintero… Dejémoslas allí. Acaso no hallarán otro sitio en el que puedan acomodarse mejor.

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