Los cambios tienen interminables justificaciones válidas. Todo se mueve y se mueve el hombre dentro del todo, por lo cual cambian naturalmente sus realidades, sus valoraciones y sus formas de expresión. Dentro de ese contexto yo he sido y me mantengo respetuoso y reverente del “arte moderno”, mientras miro la vida como el arte supremo.
Divagando, recordemos que Giotto, con su poderosa expresión de la tercera dimensión, era moderno en el siglo trece, y que Johann Sebastian Bach fue moderno en su tiempo. El modernismo no fue inventado por las angustias de este siglo veintiuno, aun joven, o del pasado siglo.
El tiempo decanta, da el veredicto eternal a lo que es obra maestra. Queda lo verdaderamente valioso. Aunque por un tiempo haya estado cubierto por telarañas de ignorancia o pasión innoble -o por ambas a la vez-, la extraña luz del gran arte cruza estorbos e ilumina.
Pero… en ciertos momentos, el realismo pictórico, las deleitosas suavidades del amor, las incursiones filosóficas en las honduras del ser humano, fueron drásticamente estigmatizadas como antiguallas. Los caminos parecían estar por otros sitios.
Alguien podrá argumentar que realismo pictórico, amor y filosofía fueron asuntos inventados en cierto momento. Hasta el amor, según diversos eruditos, fue inventado en el Languedoc a fines del siglo once de nuestra era y cobró su arrolladora fuerza en los siglos doce y trece, empujado por los trovadores y troveros romanceros; antes -según afirman- no se conocía el “amor cortés”, tampoco la ensoñación embriagadora.
Pero el amor, el realismo pictórico y la filosofía no fueron en realidad “inventados”; fueron resultado del “afinamiento” de las sensaciones; consecuencia de una evolución ascendente de lo mejor del espíritu humano.
Me temo que nuestras valoraciones constituyen una especie de tiovivo, de carrusel con todo y caballitos pintorreteados, agridulce música de fondo que se repite incesante con el girar en torno a un eje plantado en la feria de la vida.
Los valores giran.
Arnold Toynbee, en “La civilización puesta a prueba”, respondía a la pregunta de si la historia se repite, diciendo que nada impide que nuestra civilización occidental, siguiendo precedentes históricos, cometa un suicidio social si así lo elige. Pero Toynbee defiende el libre albedrío, la capacidad y la posibilidad de elección racional. Carga al hombre con el peso de sus responsabilidades electivas.
Desde este punto llegamos a que los valores giran porque nosotros les damos vueltas. Inevitablemente, porque el movimiento es la constante en todo lo creado.
La maravillosa extensión de los dedos largos de la ciencia, que hurgan en el silencio ingrávido del espacio exterior metiéndose entre sobrecogedoras moles, los dedos largos de la ciencia, que hurgan las mínimas estructuras de la vida que nos rodea con los ojos sofisticados de instrumentos que visibilizan lo que escapaba al antiguo microscopio, no han encontrado sino nuevas movilidades en todas direcciones.
No debemos acongojarnos por “vueltas” que parecen retrocesos, porque nos presentan lo que hemos visto antes. Los movimientos giran trasladándose hasta un punto de exceso. De allí se devuelven como esos ingeniosos carritos de juguete que dan marcha atrás cuando tropiezan con algún objeto o pared y toman nuevo rumbo.
¿A dónde iremos a tener con los giros y traslaciones?
Es una antigua pregunta sin respuesta.
Khayyam, pesimista o realista, decía que nunca sabremos nada del misterio.