Nuestra historia no ha sido fundamentalmente una de lucha de clases, ni de luchas contra los imperios, sino, principalmente, de divisiones entre nosotros mismos.
A partir del golpe del 63, y la rebelión del 65, los dominicanos, aparentemente, habíamos entendido que nadie nos podría robar la paz social, ni destruir nuestro precario sistema institucional, ni tampoco dividir las fuerzas del orden y la defensa.
No obstante, parece evidente que los actuales conflictos entre partidos, particularmente entre las facciones del oficialismo, no necesariamente se están canalizando mediante mecanismos institucionalizados intra-partidos. Resulta de sumo cuidado que esos conflictos se trasladen hasta los organismos armados del Estado. Recientemente se ha escuchado, a toda voz, que uniformados conocidos como parciales de la facción tal, están siendo obstruidos o acosados por personeros de de facciones partidarias rivales. En ninguno de los gobiernos que sucedieron a Joaquín Balaguer, salieron a la luz pública conflictos de este tipo. Una cosa es que existan, y otra muy distinta es que las desavenencias entre uniformados sean parte de procesos políticos de facciones, incluidas las del entorno del grupo que controla el Poder Ejecutivo. El asunto podría ser crítico debido a los vacíos de autoridad y la desorganización que exhiben los cuerpos armados, en tanto no se muestran orgánicamente capaces zanjar asuntos básicos del orden público, sino que, además, se les señala con graves vinculaciones con grupos abiertamente delictivos.
Quisiéramos pensar que sacar estos asuntos a la luz pública, no se está haciendo con algún afán subversivo; que tan solo se trata de una forma desaforada de ejercer el derecho de la información y expresión de ideas. Nadie debe soslayar que los cuerpos armados, con todos sus defectos e ineficiencias, son de las poquísimas instituciones que aún obligan a una conducta ciudadana más o menos ordenada, porque tienen el monopolio de la represión legítima; en un contexto en el que los organismos de la justicia y el sistema electoral son de una eficiencia y una legitimidad seriamente cuestionadas y precarias. Las fuerzas del orden deben ser mantenidas fuera de debates interesados, independientemente de lo defectuosas que sean. Las sociedades “evolucionadas” mantuvieron determinados tabúes, mitos o “irracionalidades” hasta el momento en que su desarrollo social, intelectual y espiritual aconsejó deshacerse de ellos sin poner en peligro el ordenamiento existente. Los llamados poderes fácticos, no son meramente fácticos. Ellos también descansan en creencias generalizadas que los legitiman, en virtud de algo no necesariamente tangible que les da derecho al ejercicio del mando y la coerción. Si alguien trata de aprovechar los vacíos y las debilidades institucionales del sistema, deben asegurase de que saben lo que hacen cuando “cuquean las avispas”. Las cosas siempre se pueden poner peor (Murphy): De una democracia defectuosa se puede caer en una oclocracia, el gobierno del “gentío”, que al abordar los asuntos políticos presenta una voluntad viciada, confusa, irracional, porque carece de capacidad de autogobierno… O en una “cloaco-cracia”, el empoderamiento de “sectores residuales”, que tiene, además, olores más desagradables.
¡Cuidado con promover la anarquía!