Siempre recordaré nuestros encuentros con el maestro Domingo Liz, su personalidad callada, discreta y observadora ponía en evidencia la inteligencia de su mirada encendida por una chispa de luz que nunca se apagaba y que modulaba según el apasionamiento frente al concepto. Su figura delicada le daba un aire de poeta de alcoba, que le concedían un encanto particular de hombre rebelde, crítico, vehemente y determinado en no salir de los surcos de la búsqueda de la verdad. Era intransigente con el pensamiento y el trabajo. Llevaba su obra con el respeto del tiempo y nunca cayó en las agitaciones de la producción, palabra que era, probablemente para él, insultante y vulgar en el arte.
Trabajó en su taller con el ritmo de sus meditaciones y sentires, por eso siempre fue dueño de su obra, llevándola al paso de sus ideas y emociones sin dejarla perderse en las exigencias del mercado que ignoraba con postura de Quijote, desprendido y alegre frente a los círculos materiales.
Liz era una personalidad en todos los aspectos de su vida, confidencial e intimista, alejado de los alardes de grupo y de grupismo, así como de los aplausos del ego
Artista en el alma, nunca convino una estrategia para el éxito, le bastaba con estar de acuerdo con él mismo y con los suyos.
En nuestras conversaciones compartidas, siempre nos impresionó su discreción y seguridad de pensamiento, era un hombre de conocimiento, con mucho interés por la reflexión filosófica y metafísica, interesado siempre en compartir en la intimidad y la proximidad una máxima, una reflexión, para llevarla a la metáfora que se plasmara en la imagen visual.
Entendimos que para él, su búsqueda era llevar la idea a la imagen, por eso su obra visual se caracteriza por escapes de luces y transparencias, y siempre insistía en observar que nunca la luz era la misma de un instante a otro, y que en consecuencia, la imagen permanece en un proceso dinámico y evolutivo dependiente de ese misterio que es la luz.
Nos apasionó esta conversación desde su taller, con una dinámica inmediatamente enfrentada a su realidad ambiental y social.
Domingo nos llevaba, de inmediato, a posicionarnos frente al río Ozama donde vivía y trabajaba–, y constatar las evoluciones, los contrastes, los cambios de luces y colores que se manifestaban en la otra orilla, y dependiendo del paso de nubes, de la imposición del sol, de las sacudidas de la lluvia ponían en mutación cromática todo nuestro campo visual.
Observamos cómo un grupo de ranchitos con techos de zinc pasaban del azul aguado al verde acuático, al gris chinchilla, en un tiempo de suspiro, y esas secuencias de una misma imagen en diversas transparencias cromáticas nos apasionaban, y hablamos de transparencias porque todo salía a través del filtro del río y del cielo, siempre en un diálogo fluido por las aguas
Domingo Liz era un hombre del río, vivía en su casa-taller en un estado de navegación permanente entre las dos orillas, en la oriental, su mundo y su imaginación, con el duende de sus amores: Mercedes, su mujer, y su hijo Pablo; en la occidental, su medida vida social, exclusivamente compartida con sus estudiantes y escogidos colegas.
Estos eran sus dos territorios de su obra tanto académica como artística, y es en este espacio que caminaban de par el talento y la inteligencia.
La relación al agua es tan profunda que sus trabajos sobre papel evocan en permanencia los efectos del líquido sobre el color y la forma, de tal manera, que sus figuraciones estructurales de ranchitos, vegetación y figuras humanas parecen salir de la cama del río, como ciguapas. Y sus niños, a veces jugando con pelotas, pero siempre eran bebés gateando, casi saliendo del vientre de la madre.
La misma multitud urbana que se amontona en los barrios amenazados por las crecidas son las aludidas y favoritas de los grandes conocedores del arte dominicano. Estas multitudes, se aprietan y se juntan en un movimiento de salvación que aterrizaba en la obra y nos lleva a las metáforas míticas de Noé y su barca, como poética de salvación.
El amontonamiento humano y urbano provocan dentro de la obra sensaciones de multitudes atrapadas, pero liberadas a la vez por el gesto dibujístico y un trazo de la línea único y exclusivo de este artista de puño seguro y clara imaginación.
Las imágenes de Liz son el resultado de la maestría de su lápiz y carboncillo. Para el que sabe mirar su obra, insistiendo en el análisis de la representación, es obvio que es del dibujo que viene a la obra, pues a través de todos los colores tiernos y matizados por una cromática acuática, es la forma, el trazo, que surgen de las transparencias.
Es ahí donde su pintura es única, pues, sin ser acuarela, logra una flexibilidad y unos matices en los contrastes como si lo fuera, pero no, es el resultado del ojo de un artista obsesionado en mantener en su obra el estado de todos los contrastes que se enfrentan entre la materia y el espíritu, solidez y madurez, en fin, entre la realidad y el sueño.
La obra de Domingo Liz nos llama a meditar en torno a todos estos aspectos, porque surge de una personalidad artística que se planteó la vida en sus variantes y en plena maestría de la reflexión.
El maestro cumplió su obra con los mismos principios con los que cumplió su vida, en acuerdo y respeto con él mismo, con sus creencias, marcando una impronta digna de un gran Maestro.
Indiscutiblemente, Maestro y gran responsabilidad del profesor que se implicó de lleno con vocación y solidaridad en el arte de enseñar. Se mantuvo toda su carrera cerca de la juventud dominicana, solidario y cómplice de todas las dificultades y necesidades de la Escuela Nacional de Bellas Artes; así como en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, empujando y ayudando a los jóvenes talentos, sin laxismo misericordioso, simplemente educando y concientizando con lo que significa la responsabilidad de ser artista, por eso, no es de extrañarse que todas las generaciones que pasaron por sus enseñanzas lo identifiquen con admiración y respeto, sin soslayar las anécdotas de sus exigencias.
Nos parece oportuno que el Museo de Arte Moderno le dedique un homenaje retrospectivo, necesario a la sociedad dominicana, para que la misma pueda tener la oportunidad de acercarse y conocer esta obra única dentro de la pintura contemporánea dominicana.
Pero no olvidemos, ni puedo concluir sin destacar que Liz fue un artista multifacético, un gran escultor, cuya obra debe de ser identificada como probablemente la iniciadora de la escultura moderna dominicana. Inicialmente trabajó la escultura en metal y en madera, pero por ser nocivos a su salud tuvo que dejar de lado este género. Fue ganador de importantes eventos de la plástica dominicana, como bienales, y fue en los años 60 ganador de la Bienal E. León Jimenes. Su obra escultórica puede observarse en monumentos dominicanos, como el de los Héroes del 14 de Junio en la Feria de la Paz.
Sabemos que familias dominicanas, amigos del arte de varias generaciones, con ojo experimentado y excelente gusto, tienen en sus colecciones obras mayores significativas de este artista fundamental, con ese conjunto de patrimonio privado y de patrimonio familiar tendríamos la oportunidad de poner en evidencia una exhibición nacional, con propósito y ambición internacional. Entendemos que Domingo Liz, a través del legado de su obra, sigue siendo una fuente esencial y de referencia en todos los matices que convergen dibujo-pintura-escultura, espacio y composición, todo esto, planteado en su obra con maestría indiscutible, que merece ser documentada y exhibida en el plano internacional, inclusive.