Dominicanidad a la intemperie

Dominicanidad a la intemperie

ROSARIO ESPINAL
Anomia, ese viejo concepto de la sociología que nos remite a Emile Durkheim, es útil para describir lo que ocurre actualmente en República Dominicana. Homicidios, violaciones, golpizas, asaltos, fraudes y robos tiñen el transcurrir cotidiano, sin que las instituciones públicas o privadas muestren capacidad de impulsar acciones efectivas para enfrentar los acontecimientos. Muchas voces claman que el desorden social reinante es causa de los problemas.

Pero los tiempos pasados tampoco fueron idílicos. La diferencia radica en que la sociedad era pequeña y había mayor imposición estatal; el abuso lo ejercía una minoría.

Por ejemplo, en los tiempos de Trujillo, la dominicanidad como forma de gobierno y de vida se impuso a la fuerza.

Hasta el merengue cambió para ajustarse al régimen. Las reglas se imponían y cumplían, gustasen o no. Con la represión se lograba la integración y organización, que son polos opuestos de la anomia o fractura de la cohesión social.

De esa dominicanidad impuesta, el país pasó a la búsqueda de un fundamento en la civilidad democrática. Llegaron ráfagas de los aires transformadores que soplaron por el mundo en los años sesenta. Juan Bosch, con su hablar pedagógico y creatividad terminológica, acercó la política a las masas.

Pero cuando la gente adquiere un sentido de derechos y no puede alcanzarlos, las frustraciones rondan altas.

En 1966, Balaguer regresó al  poder y terminó el breve experimento liberal. La dominicanidad se ancló de nuevo en el autoritarismo excluyente. A diferencia de Trujillo que monopolizó la construcción autoritaria de la dominicanidad, Balaguer entendió que para gobernar debía ser permisivo, sobre todo, con los sectores de poder que podían socavar su gobierno. Desde entonces, la corrupción se ancló en sectores importantes del empresariado, la administración pública, las fuerzas militares y policiales.

El resto de la población, aterrorizada con la guerrilla política y la represión estatal, encontró en la acción política una manera de sentir ilusión, de forjar cohesión social. Los partidos y sus líderes defendían ideales, y por tanto, la política articulaba voluntades, aún cuando fueran contrapuestas en medio de las confrontaciones.

En esos años, las aspiraciones de mucha gente se ajustaban además a sus posibilidades reales. Los bajos salarios no causaban una delincuencia incontrolable; tampoco muchas protestas porque el gobierno había debilitado las organizaciones sociales y se mantenía al acecho de expresiones de inconformidad. El abuso seguía siendo el monopolio de unos pocos.

A partir de 1978 se abrió un período de esperanzas, de construcción de un orden cívico-democrático que sirviera de fundamento nacional. Según la visión política de la clase media con aspiraciones de dirigencia, un cambio de gobierno traería buenas nuevas. Pero para el año 2004, el  fracaso repetido del PRD al gobernar a espaldas de sus promesas de progreso y democracia, tuvo serias consecuencias negativas en el país.

Se retorció en su máxima expresión la esperanza de cohesión social mediante el civismo democrático que ese partido había proclamado por décadas.

Ante este fracaso político y sus correlatos socioeconómicos, la falta de reglas se aposentó en el país, y no existe actualmente un proyecto político con fuerza social e ideológica capaz de convocar las mejores energías para orientar la nación dominicana. El PLD rellena en el vacío, pero no ha logrado articular un proyecto social de cambio significativo.

En los últimos 30 años, cada go- bierno presenta un escenario similar de baja institucionalidad y alta corrupción. La dominicanidad ha derivado en una marrulla. “Buscársela” es término que devela el fenómeno. Se la buscan los ricos para acumular fortunas excesivas, las capas medias para sostener su precario estatus social o imitar a los de arriba, los pobres para sobrevivir o vivir más allá de sus posibilidades.

En una sociedad como la dominicana de alto desempleo, bajos salarios y precarios servicios públicos, no existen suficientes alternativas para que muchas personas progresen honestamente. Por eso, la corrupción y el robo azotan.

Cada nuevo episodio aberrante asombra a la población: la espectacularidad de bancos quebrados por sus propios dueños y gerentes, los asesinatos a quemarropa, los jóvenes acribillados por un robo callejero. Atemoriza no sólo el despojo de bienes, sino también la crueldad delincuencial.

Poco parece unir ahora la sociedad dominicana más allá de una retórica política hueca, una aspiración de progreso elusivo, o el miedo colectivo que genera la inseguridad.

No hay reglas claras ni siquiera para identificar refugio seguro. Todo espacio puede ser asediado por un malhechor, cualquier persona puede ser sujeto de abuso.

Mucha gente tiene buenas intenciones, pero la sociedad como tal no logra articular referentes normativos que forjen afinidades para la civilidad más allá de la autodefensa.

La dominicanidad está a la intemperie. Carece de sombrillas ideológicas y paraguas políticos. En el vacío, resuena la mano dura como la magia de quien no tiene nada más trascendente que aspirar para gestar orden social.

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