Dominicanidad, temor y celo patrióticos. No es tanto que el agua de Punta Cana sea más limpia que la de otras playas. Sino que la arena blanca devuelve la luz del sol y vemos con nitidez lo que hay en el fondo donde ponemos nuestros pies.
Preferir esta arena no es cosa de prejuicio. Es que no podemos conducirnos bien si no diferenciamos los objetos, los baches y los desniveles.
Todos intentamos predecir el comportamiento de cuanto nos rodea, objetos móviles, humanos y animales.
Todo grupo y sociedad se basa en la posibilidad de predecir la conducta del otro. Aprendemos a comportarnos viendo e imitando y prediciendo: confiamos en papá y mamá y en nuestros hermanos porque podemos predecirlos. El comportamiento de los extraños suele ser más difícil predecirlo. Mayormente cuando no habla, no gesticula ni se conduce como nosotros.
Todas las culturas y civilizaciones han tenido prescripciones acerca de los extraños, bárbaros, los llamaban los romanos.
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La diferenciación es un fenómeno universal. Altamente saludable siempre que signifique: diferenciar para mejor cooperar.
No es científico, ni sensato decir que el dominicano es racista o discriminador, implicando que tenemos una cualidad que nos hace diferentes a ciudadanos de otras naciones.
Países tan cristianos y desarrollados como los escandinavos, tras abrirles sus fronteras a migrantes de dudosa cultura musulmana, padecen problemas que autoridades ni ciudadanos logran entender, tampoco manejar.
República Dominicana, por décadas está recibiendo una masa migratoria millonaria que temporalmente está retraída en la pobreza, la humildad y el silencio; sin haberse pensado, nosotros ni ellos, qué puede ocurrir cuando estas “minorías” decidan reclamar derechos y condiciones de existencia.
Especialmente porque el Estado Dominicano no cuenta con estructura, organización ni recursos para manejar adecuadamente la magnitud del problema.
Ni siquiera podemos dialogar con ellos, pues desconocemos los patrones de sociabilidad y control interno a que obedecen estos extranjeros. Un dominicano promedio no alcanza a comprenderlos, ni a comunicarse cuando se los encuentra en un barrio o carretera; ni entiende sus gestos, su lenguaje corporal; ni cuales sus intenciones o urgencias; probablemente similares a las nuestras.
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No sabemos si son nómadas o viven en comunidades; si tienen oficios o empleos estables en algún lugar.
Desafortunadamente, se trata de un prójimo diferente, con respecto al cual creemos que es, o alguna vez fue parte del proyecto de adueñarse de nuestro país; que durante un tiempo largo nos dominaron, a menudo con gran crueldad. (Ellos han sido víctima de esclavistas inmisericordes).
Extraña pero venturosamente, no está en el corazón de los dominicanos maltratarlos en sentido alguno; sino que apenas sentimos hacia ellos una mezcla de temor y misericordia indefinidos, sintiéndonos impotentes y culpables al mismo tiempo.
Definitivamente, sin embargo, es demasiada superficialidad e irresponsabilidad de ONG internacionales, intelectuales y personeros criollos, tratar con tanto desplante y superficialidad la preocupación y el temor que los dominicanos expresan ante esta penetración masiva descontrolada de extraños.
Y sería una suprema inmoralidad de nuestras élites dirigentes y sectores de poder no buscar junto al Presidente un tratamiento adecuado y oportuno a este enorme problema nacional.