Don Apolinar Bueno, héroe
anónimo de la música dominicana

Don Apolinar Bueno, héroe<BR>anónimo de la música dominicana

PEN BIAN SANG
Con gran tristeza recibí la noticia de que el pasado 18 de diciembre falleció en Santiago mi querido profesor de música Don Apolinar Bueno.

Además de los fuertes lazos afectivos que unen a mi familia con la familia Bueno Collado, la figura de Don Apolinar tiene un peso en mi vida como músico que creo que ni él mismo nunca se imaginó.

De mis recuerdos de infancia ha quedado grabada en mi mente la imagen de aquel señor que apaciblemente transitaba las calles de Santiago montado en su bicicleta negra, de cuya parrilla colgaba su más útil herramienta, su más preciosa prenda: su inseparable violín. Con él iba a nuestra escuela a contagiarnos su amor por la música. Nos divertía imitando «la sirena de las doce» y nos enseñaba aquellos hermosos himnos escolares que cantábamos gozosos, vestidos con nuestros horrorosos uniformes color kaki, en aquella casona de madera que llamábamos la «Escuela Anexa».

En las tardes, Don Apolinar dirigía el Liceo Musical José Ovidio García («Escuela de Bellas Artes» le decíamos todos). Allí, con su paciencia casi china, Don Apolinar manejaba los escasos recursos con que contaba para enseñar su especialidad: el amor por la música.

Al recordar a Don Apolinar, se me cruzan en la memoria todos esos otros héroes anónimos de la música dominicana. Esos que hicieron de la música no un oficio sino una vocación de vida, que se entregaron a ella sin condiciones. Doña Carmela, la adorable viejita que en «preparatorio» nos ponía a tocar pequeños instrumentos de percusión «para desarrollar el ritmo», como ella misma decía, y que se ponía nerviosa si movíamos mucho las piernas que en ese entonces no nos llegaban al piso cuando estábamos sentados. Recuerdo también a Cheché, mi profe de segundo de solfeo, contrabajista y tubista, que aún viejito tenía la energía para lidiar con veinte de nosotros «rezando» el Pozzoli como zombies hipnotizados por su varita. Ah, también la temible Genarina que nos hacía temblar si no nos sabíamos las aburridas lecciones de Roque Cordero o si no acertábamos en sus dictados rítmicos y melódicos. Temible sin duda, pero que supo ganarse el cariño y respeto de todos nosotros. Don Papi Curiel, que sin saberlo me hacía sentar en el patio de la escuela todas las tardes entre tres y cuatro a disfrutar de su práctica de violín. El profesor Eladio, siempre con su fagot al hombro, ayudándome a contar compases en silencio en los ensayos de la orquestita que Don Apolinar dirigía.

Recuerdo con mucho afecto las repetidas veces en las que Don Apolinar, quien sin ser cellista fue mi primer profesor de violoncello, se olvidaba de los ejercicios y las escalas en las que trabajábamos y se entusiasmaba contándome interesantísimas historias de los grandes maestros de la música o se ponía a reflexionar sobre las composiciones musicales más importantes de la historia de la humanidad.

Como profesor, Don Apolinar nos impregnaba de confianza en nosotros mismos. Nos hacía vernos más allá de lo que en el momento estudiábamos. Nunca olvidaré su insistencia para que yo tomara la dirección de la pequeña orquesta de la escuela. El día de nuestra primera actuación, me regaló una batuta que él mismo había hecho de la madera de un arco de violín que se había roto.

Años después, cuando me alejé de la música clásica y me dediqué a la música popular y al jazz, Don Apolinar, lejos de censurarme, siempre me daba ánimos en cada chance que teníamos de encontrarnos.

Cuando se habla de la Música Dominicana sólo se menciona a los que han sobresalido, los que han logrado fama y dinero. Pero nuestra música tiene muchos héroes anónimos que, como Don Apolinar, merecen el título de «Maestro» más que muchos de los que hoy lo ostentan. Además del valor de las blancas, negras y corcheas, además de las alteraciones y los acordes, Don Apolinar nos enseñó a amar la música, a vivir para ella.

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