Don Hipólito…

Don Hipólito…

POR R. A. FONT BERNARD
Dentro de aproximadamente veinticuatro horas, el Presidente de la República, agrónomo Hipólito Mejía, deberá entregarle la vara de mando al doctor Leonel Fernández Reyna, de conformidad con los resultados del certamen electoral del pasado 16 de mayo. A partir de entonces, será un ex jefe del Estado, sujeto al dictamen de la historia, que le juzgará en sus aciertos y en sus errores.

Juzgado por nosotros, don Hipólito es un político de origen rural. Una personificación de la ruralidad nacional, versificada por el poeta Juan Antonio Alix, en sus décimas tituladas «Jatuai con la e»puela pueta». Inteligente, astuto, intuitivo, pero limitado en el conocimiento de las reglas protocolares y desentendido de los convencionalismos sociales, atraído para el ejercicio de la actividad política, en la que anulando progresivamente los liderazgos superiores del Partido Revolucionario Dominicano, logró ascender sin oposición a la primera magistratura del Estado. En ese ascenso le favoreció su capacidad primaria para evaluar las debilidades y las miserias humanas de sus contendientes.

Don Hipólito fué inusualmente sincero, cuando declaró que no era aficionado a la lectura. Ese reconocimiento le favoreció en su ascenso político, en un país como el nuestro en el que el analfabetismo y la pobreza son elemento cardilanes para la manipulación de las masas populares. Su ruralidad quedó confirmada con la selección de sus principales colaboradores, entre los que el doctor Hugo Tolentino fué la más notable  excepción.

A don Hipólito le perjudicó en mucho, su solidaridad con la mayoría de sus más cercanos colaboradores, unos antológicamente ineptos, y otros, moralmente cuestionables. En apariencias, se dejó secuestrar por lo que en los días iniciales de su gobierno él llamó el «lambonismo», que la palabra admonitoria del Arzobispo Monseñor Nouel, había denunciado en el gobierno del Presidente Horacio Vázquez, con la denominación de «la polilla palaciega».

Inconcebiblemente – aunque excusable por su ruralidad -, don Hipólito ignoró el peso específico de la Iglesia Católica Dominicana. Y adoptó una actitud desdeñosa, en sus relaciones con determinados sectores de la comunidad empresarial, a la que hay que manejar de acuerdo con la picarezca letra de una tinada criolla: «Si la aprietan pica, y si la sueltan vuela».

Cuando parecía que iba a llegar, ya no sabía donde estaba, y se perdió en el camino. No advirtió que el antirreeleccionismo que le  adversaba no tenía un carácter institucional, si no la expresión de un rechazo personal, identificado con rostros y nombres propios. La lujuria del poder le impidió percibir, que su temeraria intencionalidad reelecionista estaba de antemanos condenada al fracaso, por haberse presentado a la consideración nacional como una imposición, y no como una opción confiablemente democrática.

Ya en la proximidad del 16 de mayo, el reelecionismo era un barquito de papel, que hacía aguas y estaba próximo a naufragar. De ahí, su desesperación en convertir lo que debía ser una confrontación política, en una disputa de carácter personal.

Como lo hubiese dicho nuestra sapientísima abuela, don Hipólito es un hombre bueno, que hubiese hecho carrera, consagrándose al sacerdocio, o tal vez como comediante de éxito en la entretención de los niños. Pero cometió un grave error, desviando su vocación hacia la actividad política, en la que intentó imitar, vanamente, al ya desaparecido «Generalísimo y Doctor».

Se sabe, históricamente, que al Generalísimo Máximo Gómez le eran repelentes las cucarachas; que el General Pedro Santana le temía a las intrigas de los capitaleños, y por eso pasaba largas temporadas en sus posesiones de El Prado. Y como se sabe también, porque forma parte del folklore popular, hay quienes le tienen miedo a los perros realengos y a los difuntos. Y por no ser aficionado a la lectura, don Hipólito desdeñó la insinuación que le transmitimos en un artículo publicado en el periódico HOY, recordándole una sentenciosa frase del General Lilis: «quien manda puede ser vehemente en la forma, pero en el fondo tiene que ser reflexivo».

Don Hipólito inició su ejercicio presidencial con un aceptable buen pié. Pero terminó su gobierno, actualizando una frase de Santa Teresa: «Fué una mala noche en una mala posada».

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